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Los militares uruguayos quieren cubrir las apariencias

La lentitud de las Fuerzas Armadas uruguayas para hacerse con los resortes del poder y especialmente para ocupar los cargos institucionales, puede llegar a ser exasperante. En todo caso, es un tema digno de análisis. La reciente sustitución del presidente Bordaberry por el abogado Alberto Demichelli, ha ofrecido la última demostración de este carácter moroso de la dictadura militar uruguaya.El mariscal Castelo Braanco, en Brasil, se instala de la noche a la mañana, un día de 1964, y empieza a dictar actas institucionales. Los militares argentinos han entrado y salido del poder durante decenios, con absoluta frialdad, las veces que han querido. En Bolivia, hoy violentamente estabilizadaba o el régimen de Bánzer, la tradición más consecuente en lo institucional han sido los golpes de Estado castrenses, de cualquier signo. Y en Chile, por fin, a pesar de los largos años de vida que habían gozado las instituciones democráticas, el general Pinochet se sintió capaz , un día de septiembre de 1973, de entrar a sangre y fuego en la sede de la presidencia de la República. Los militares uruguayos, en cambio, siguen queriendo cubrir las apariencias. El actual presidente Demichelli, ha venido a «darles una mano», en su condición de civil y jurista, avezado en reformas constitucionales y en legitimaciones de poder. Demichelli ocupa hoy la presidencia de la República con la única misión de facilitar la definición del Régimen militar uruguayo por las vías del modelo brasileño. Su actuación no debe sobrepasar los 60 ó 70 días, y quizá para el 25 de agosto, fecha de la Independencia nacional, el régimen pueda celebrar también la proclamación del presidente definitivo. Y aquí cabe preguntarse una vez más: ¿será el elegido un nuevo títere civil, o surgirá por fin el hombre fuerte militar?

No bien sustituido Bordaberry por Demichelli, el Gobierno aprobó las dos primeras «actas institucionales» que, siguiendo el camino de la dictadura brasileña, le permitirán a las Fuerzas Armadas comenzar a resolver el problema que arde entre sus manos desde que en 1973 violaron la legalidad vigente y derribaron la representanción popular. La primera acta institucional suspende indefinidamente las elecciones generales que constitucionalmente correspondería realizar en noviembre próximo. La segunda crea un Consejo Nacional que, integrado por los actuales integrantes del Consejo de Estado (igualmente designado por el régimen en 1973, confunciones vagamente legislalivas) y por la junta de oficiales generales de las Fuerzas Armadas, tendrá como única misión elegir al nuevo presidente de la República.

Probableinente por el peso de una tradición profesionalista y de prescindencia política que ha formado a varias generaciones a lo largo de este siglo, los militares uruguayos se muestran amedrentados en lo tocante a ocupar la Presidencia de la nación. No han tenido parecidos escrúpulos para violar los derechos humanos, para torturar, para clausurar al Parlamento, los partidos y los sindicatos. Han llegado, incluso, a realizar un acto sin precedentes: a torturar a un general del Ejército, al líder del Frente Amplio, Líber Seregni, a quien previamente degradaron. Este precedente, se ha dicho, no ha gustado a muchos oficiales, sin distinción de tendencias, que piensan que un día también sus barbas pudieran arder. Pero el sillón de la Presidencia continúa siendo para los jefes castrenses como el símbolo de todo aquello que no les pertenece y que no deben usurpar, aunque ya no les quede nada más por hacer.

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