‘Todo a la vez en todas partes’: ¿esta cosa es el presente del cine?
Los Oscar deciden que lo mejor de su oferta es esta lamentable película, un disparate inentendible, bobamente imaginativo, pesado de ver y de escuchar
Cuesta en ella hasta recordar el título. Es Todo a la vez en todas partes. Los Oscar han decidido que representa lo mejor que puede ofrecer actualmente el cine. Y, probablemente, deben de estar convencidos de que su temática, su realización, claves que exigen complicidad, también representan el futuro para un arte consistente en narrar historias con la cámara, que está gravemente enfermo desde hace demasiado tiempo. Cuento mi proceso con la película que ha enamorado (o eso aseguran, sin indicios de hipocresía, lo cual todavía es peor) a la gran familia del cine estadounidense, ese Hollywood que todavía necesita algo más que la vacua, aparatosa y repetitiva Marvel para convencer al público de que pague la entrada y retorne a la sala oscura. Pero es complicado que esto ocurra si la oferta más presuntamente atractiva es un disparate inentendible, bobamente imaginativo, tan pesado de ver y de escuchar como el que ofrece esta victoriosa, aunque lamentable película. O lo que sea.
Me resultó muy laborioso tragármela completa, llegar a su final. En nombre de la profesionalidad. Se había estrenado en los cines durante junio, pero no tuve noticias de ella afortunadamente y su estancia en la cartelera debió de durar un suspiro. Meses más tarde vi que la programaba Movistar. Y corría el rumor de que estaba fascinando a los profesionales de la industria y a una parte considerable del público. La observé durante un rato y no daba crédito a lo que veía y oía. No comprendía de qué me estaban hablando, pero tampoco encontraba ni una pizca de gracia, interés, talento en sus personajes ni en las situaciones que describía. Todo era insoportable, cansino, absurdo. Corté con ella, en nombre de mi salud mental. Retorné a ella en las semanas siguientes. Y al tercer intento logré llegar al final. Era tan tonto como el principio. Seguía sin saber de qué hablaba. Pero nunca he seguido aquel consejo que daba en una canción mi amado Bob Dylan: “No critiquéis aquello que no podéis comprender”. Si no sé de qué va la historia es porque me lo están contando mal o porque no hay nada que contar. Soy así de simple, maniqueo o vanidoso respecto a mis gustos y disgustos, respecto a mis amores y mis aburrimientos.
Alguien muy paciente se empeña en aclararme de qué va la movida en Todo a la vez en todas partes. Trata del metaverso, el multiverso, el alfaverso, la realidad virtual y no sé cuántas cosas más. Todo eso me es ajeno, aunque me aseguran que está de moda, como tantas cosas raras que gobiernan el nuevo e ingrato mundo. Lo único medianamente real que capto es que trata de una emprendedora china que vive en Los Ángeles, es perseguida cruelmente por una pérfida inspectora de Hacienda y no sabe cómo revelar a sus muy tradicionales padres que su hija es lesbiana. También que anhela un respiro y ser un poco feliz. Pues vale.
Pero repaso las películas que competían con ella para llevarse la tarta y descubro que son escasas las que me atraen mínimamente. Es veraz y bonito lo que cuenta Spielberg en Los Fabelman. Existe retorcimiento atractivo y otras cosas que me sobran en Tár. La pavorosa guerra está bien descrita en Sin novedad en el frente. Es cine digno. El resto es fórmula, nadería pretenciosa, oportunismo, tedio, corrección política.
Babelia
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