Laura Nyro no quiso ser estrella
En general, los artistas que triunfan aceptan la fama consiguiente. Pero hay una minoría que lleva muy mal esa situación y se rebela ante las intromisiones en su intimidad


Puede que sea una impresión subjetiva pero sí, tengo la sospecha de que, en el siglo XXI, el énfasis en la cobertura de la música pop ha pasado de la celebración del talento a la consagración del éxito como valor absoluto. No fue casualidad que Operación Triunfo comenzara en 2001, vendiendo como concurso de novísimos lo que en realidad era un mercado de esclavos, generador de una realidad paralela: incluso aquella chica lista llamada Chenoa, una perdedora de la primera edición, ha terminado formando parte de la galaxia televisiva.
Esa situación me ha hecho recordar la trayectoria de una artista en las antípodas de esos planteamientos. No se trata de una historia ejemplar (¡o tal vez sí!). Laura Nyro anticipó el modelo de cantautora confesional a lo Carole King, Joni Mitchell y Ricki Lee Jones. Fue pionera en el concepto del disco de versiones con Gonna Take a Miracle, producido por Kenny Gamble y Leon Huff, años antes de que Bowie y Elton John descubrieran las virtudes del Sonido de Filadelfia. Laura lo tuvo todo, incluyendo poderosos padrinos como David Geffen, que consiguió que la CBS de Clive Davis comprara el contrato que la ataba al sello Verve.
¿Hubo un error de planteamiento? Laura triunfó como compositora, firmando éxitos para Blood Sweat & Tears, Three Dog Night, Barbra Streisand y, sobre todo, para el grupo vocal negro Fifth Dimension. Pero se la lanzó a los escenarios como solista en momentos en los que primaba la autenticidad hip. Y ella no dominaba los códigos del momento. Apareció en el Monterey Pop Festival con músicos excepcionales —miembros del famoso Wreckin’ Crew— pero sin ensayar lo suficiente y vestida como para actuar en un club nocturno. Según la leyenda, fue abucheada por un público contracultural, aunque eso no concuerda con las filmaciones de aquella noche de 1967.
Esas disonancias no ocultaban sus poderes. Poseía una voz intensa y dramática, con las dosis adecuadas de sensualidad. Dominaba el trabajo en el estudio, donde además debía lidiar con jazzmen endurecidos y veteranos resabiados tipo Arif Mardin o Jimmie Haskell. Ella no era la florecilla tierna de los relatos maniqueos: sabía tratar a un tipo esquinado como Miles Davis; formaron cartel en algunos conciertos y el trompetista llevaba mal que el público del rock estuviera más interesado por aquella “chiquilla del Bronx”.
Sus años setenta fueron intensos, con discos y giras. A la vez, fue retirándose a un refugio campestre en Connecticut. Allí exploró nuevas formas de vida y la transición entre la heterosexualidad y las relaciones más abiertas. Entró en ese ciclo que te acerca a la invisibilidad: distanciamiento físico, menor productividad, introspección espiritual. Cuando quiso sacar un doble en directo, una práctica que solía revivir carreras, comprobó el desinterés de las grandes compañías. Aun así, en 1993 volvió a CBS para grabar sus nuevas canciones, reforzada por la garantía de Gary Katz (Steely Dan) como productor. Pero ya era demasiado tarde: tal vez asustaba su feminismo militante y, de todos modos, había perdido apoyos en los medios por su fobia a las entrevistas.
Sus íntimos de los últimos tiempos hablan de una artista tenaz, que rechazaba participar en películas con contenido violento. Pero se mostraba feliz, reconciliada con la idea de la maldición familiar del cáncer de ovarios. Murió en su casa rural en 1997 con 49 años.
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