Ay, perra, perrita, perra, perra de mi corazón
No comulgo con aquello de perro ladrador poco mordedor, pero tampoco compro argumentos ni gestiono emociones ni cancelo personas ni consumo cultura
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Si alguna vez me sorprendo a mí misma diciendo cosas como: “Te compro este argumento”, me restregaré los morros con agua y con jabón, que eran las sustancias que Pimpón, un muñeco muy guapo y de cartón, usaba para lavarse la carita. Hablando de sustancias —agua, jabón—, no puedo explicar lo mucho que me gustó la película de Coralie Fargeat. La fabulosa eclosión gore del final, el sinuoso comienzo. El cuerpo y sus metamorfosis líquidas. El cuerpo de Carrie, de Alien, el octavo pasajero, de El doctor Jekyll y Míster Hyde, Blancanieves, Re-Animator, Dorian Gray y, si me apuras, el cuerpo de los Gremlins y de los aeróbicos vídeos de Jane Fonda o Eva Nasarre. Cuánto daño nos hacemos a nosotras mismas. El cuerpo como lugar de los pinchazos: en el sanatorio, todas acabamos siendo el cuerpo en el que el vampiro clava sus colmillos. Lo pasé sensacional. Pero, de vuelta al tema, si alguna vez me oigo a mí misma decir “Te compro este argumento”, me daré una pequeña descarga eléctrica en plan perra de Pávlov. Aprovecho para poner el punto sobre la i, siendo la i la proliferación de perras —en su defecto lobas— dentro de los géneros musicales y literarios actuales; perras que dan la vuelta al calcetín de La dama del perrito y aspiran a denunciar los corsés civilizatorios utilizados para la domesticación de la sexualidad femenina: El celo, de la magnífica Sabina Urraca, Casi perra de Leila Sucari. También está la perra de Rigoberta Bandini: “Que si yo ahora fuera perra, juguetona y muy amable / no tendría estos problemas de ansiedad”. Entonces, yo voy y pienso: “Ay, perra, perrita, perra. Perra de mi corazón”.
No comulgo con aquello de perro ladrador poco mordedor, ni con lo de que a quien madruga, Dios le ayuda —solo creo en Diosa y no mucho—, pero tampoco compro argumentos ni gestiono emociones ni cancelo personas ni consumo cultura. Es decir, ni asumo el pensamiento-sarcófago de la bolsa de los refranes ni me siento cómoda con el léxico de la rentabilidad aplicado a sentimientos, identidades, pensamiento humanos. Me cuesta asimilar la figura de ese pequeño psicólogo —veo a un señor— que llevamos dentro para poner orden, racionalizar, apaciguar la angustia. Las expresiones poner orden, racionalizar y apaciguar aplicadas a la angustia no me molestan, pero la idea de gestionar la angustia, sí me molesta mucho. Y la autoayuda y el hágaselo usted misma. “Inspire, espire”, siendo la espiración final la muerte. Yo, voluntariamente, no espiro más. Me pongo en la situación de ser la gestora de mi angustia y me imagino con manguitos firmando un contrato o haciendo la declaración de hacienda de mis debilidades. Me pongo en la situación de consumir cultura y me imagino comiéndome un ensayo con cuchillo y tenedor, pidiéndole el libro de reclamaciones a la editorial Planeta, solicitándole a mi librero cincuenta páginas más de novela porque el libro cuesta 20 euros y solo tiene 150 páginas y yo no estoy dispuesta a pagar más de 0,10 euros por página. Diciéndole a Secundino Hernández que me pinte el cuadro un poquito más grande para que encaje en mi salita (esto sucede porque el arte siempre ha estado más mercantilizado). Con la normalización de ciertas formas de decir, confusiones y perversidades, no exactamente eufemismos, entendemos que se ilegalicen personas, que los ratones voten a los gatos, por qué Meloni es mujer y Kanye West, rapero multimillonario afrodescendiente y nazi —no sé en qué orden colocar los adjetivos—, exhibe a su mujer en pelotas sobre una alfombra roja. Entonces yo voy y digo: “¡Guau!”.
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