Comenzar el año con espíritu derrochador: una tradición que viene de la Antigüedad
El manuscrito del siglo XV ‘Las muy ricas horas del duque de Berry’, que protagonizará una exposición en 2025 en Francia, demuestra que hacer regalos en estas fechas es algo más que un acto de generosidad
Comer, beber, regalar. En quehaceres tan prosaicos nos sorprende a muchos el año nuevo. Podríamos fustigarnos, pensando que somos víctimas de un sistema consumista, pero basta echar un vistazo a la miniatura que abre el manuscrito Las muy ricas horas del duque de Berry (hacia 1410) para darnos cuenta de que comenzar el año con espíritu derrochador no es, ni mucho menos, fruto de este tiempo.
Como muestra la imagen, correspondiente al mes de enero, el año comenzaba por todo lo alto en casa de Juan I de Berry, cuya figura ha pasado a la historia no por ser tío del famoso roi fou, Carlos VI de Francia, ni por sus gestas en el campo de batalla, sino por su amor a las artes y a las letras. Como afirman Rose-Marie y Rainer Hagen en Los secretos del arte (Taschen, primera edición de 2000), el duque poseía 15 libros de horas, 14 biblias, 16 salterios, 6 misales y 17 breviarios. Entre todos ellos, destaca Las muy ricas horas del duque de Berry, encargado a tres artistas originarios de Nimega (Países Bajos), los hermanos Paul, Jean y Herman de Limbourg. Sus 206 folios y 121 miniaturas están realizados en vitela, témpera, oro, plata y tinta, un trabajo exquisito que justifica su protagonismo en la exposición que se celebrará en 2025 en su lugar de conservación, el castillo de Chantilly, en el norte de Francia, junto a una treintena de manuscritos, incluido Les belles heures, del Metropolitan de Nueva York.
Enero de 1413. Juan I de Berry y sus súbditos se dan cita en su hôtel de Nesle de París para el tradicional banquete y entrega de regalos (étrennes). El venerable duque, a sus 73 años, espera a sus invitados sentado a la mesa. Su relación con la casa real queda inequívocamente reflejada en el baldaquino bajo el que se aposenta y cuya tela adornan las flores de lis y los dos animales de su escudo, el oso y el cisne.
Los asistentes se apresuran a acudir a la llamada del sirviente, sobre cuya cabeza se lee “aproche, aproche”, cobijándose así de los rigores del invierno en un espacio bien acondicionado, con una chimenea a la que algunos invitados ya acercan las manos, esterillas de paja para el suelo y, sobre el todo, el gran tapiz que parece representar la Guerra de Troya.
En la mesa, la comida reposa sobre parte de la vajilla de oro, mientras que la otra mitad —jarras, copas, fuentes y platos tallados— se exhibe ufana a la izquierda, en el típico aparador medieval. El Ganímedes de turno prepara la copa del duque que, por protocolo (y seguridad), se servía tapada. El trinchante corta las aves, reservando las partes más nobles para el anfitrión. Lo que vemos es solo el comienzo. En un banquete de estas características, y según los libros de cuentas, podían servirse tres bueyes, 30 ovejas, 160 perdices y liebres, muchos litros de vino y kilos de “especias de salón”, como el anís, el hinojo, las nueces y las frutas exóticas. Sin embargo, no todo era para los convidados. Algunos de los perros del duque, que llegó a atesorar más de un millar, también disfrutan del banquete. En especial su amado lebrel que, como aparece en primer plano, contaba con sus propios sirvientes, o los pequeños pomerania, a los que se les permitía incluso pasearse por entre los platos de la mesa.
El momento estelar de la velada llegaba después, con la entrega de los regalos, cuando sus súbditos, que no podían presentarse con una socorrida corbata ni plantear un amigo invisible, debían esmerarse para estar a la altura. Regalar no era solo cuestión de generosidad, sino una manera de renovar la lealtad personal al duque. Por ello, debían sorprenderlo con piezas raras y únicas, como el manuscrito romano de Terencio Varrón que le regaló Martin Gouge, probablemente el eclesiástico sentado a la mesa, o la piedra mágica que cambiaba de color al contacto con el veneno que le trajo un general desde Italia.
Que el acto de regalar, como vemos, estaba muy lejos de ser algo espontáneo y libre lo demuestra el hecho de que el noble tomaba buena nota de todo cuanto recibía con nombre y apellidos, llegando a acumular más de 350 objetos en sus banquetes de año nuevo. Este intercambio de presentes, a su vez, obligaba al duque a devolver el detalle y agradecer así la lealtad y servicios prestados. Sus cuentas demuestran que era generoso, pues llegó a regalar unos 280 objetos, además de importantes sumas de dinero. Su dadivosidad era bien conocida y bien entendida: sus regalos eran una potente herramienta política para asegurarse el apoyo en caso de conflictos. Eso explica que el anfitrión se endeudara contantemente con tal de estar a la altura en su cita anual con sus súbditos.
Podría parecer un aislado ejemplo de excentricidad, pero esta actitud aparentemente antiecónomica del duque de Berry y sus aliados no es, ni mucho menos, excepcional a lo largo de historia. El acto de regalar por encima de nuestras posibilidades hunde sus raíces en la Antigüedad, como demuestran las Saturnalia, fiestas de fin de año en las que los romanos intercambiaban regalos al grito de “¡Io saturnalia!” (¡felices saturnales!) y de las que dan testimonio poetas como Catulo o Marcial. Como afirma la catedrática de Filología Rosario Moreno Soldevila, este último llegó a escribir un libro entero, Apophoreta, dedicado a los regalos recibidos en esas fiestas, que iban desde objetos decorativos, mascotas, joyas u obras de arte hasta ingentes cantidades de comida. Por supuesto, al frente de esta orgía de regalos estaba el propio emperador, como demuestra la conocida afición de Augusto tanto por regalar objetos lujosos como por organizar rifas de poca monta como puro divertimento.
No resulta extraño que, desde entonces, encontremos esta ancestral idea del regalo como evento social propio del invierno en culturas de diversos lugares y tiempos, desde el potlatch (regalo) de las comunidades aborígenes de Norteamérica hasta su larga tradición en Occidente, donde a menudo se ha encarnado esta acción benefactora en personajes vinculados a la religión, como los Reyes Magos, o, sobre todo, a la tradición popular, como la Befana en Italia, el Olentzero en el País Vasco, L’Anguleru en Asturias o el Apalpador en Galicia. Detrás de todos ellos se encuentra un ritual que busca renovar alianzas y afectos. Porque, como nos recuerda el duque de Berry, detrás de su apariencia de superficialidad y derroche, los regalos cumplen un papel de cohesión y reconocimiento mutuo que justificará la temible cuesta de enero.
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