La muerte no es eterna
De la fama, Caravaggio pasa a la nada. Durante varios siglos no se habla de él, hasta que, a mediados del siglo pasado, una exposición en Milán lo desentierra
En Madrid tenemos la suerte de poder admirar algún que otro lienzo del inmenso Caravaggio, en particular Salomé con la cabeza del Bautista, en las Colecciones Reales, y ahora Ecce Homo, en el Prado, obra que se daba por perdida. Pocos pintores como él habrán buscado matar la muerte. La violencia de sus obras ha ido creciendo con los años. Cuando nos topamos con La vocación de san Mateo o El martirio de san Mateo, ahí está, como si fuera una fiera dando bocados, sacando las garras, para que la muerte retroceda. Ahí están bailando la vida y la muerte, el claro y el oscuro, peleando, abrazándose con pasión.
En sus lienzos hace irrumpir los cuerpos de los rufianes y de las mujeres de mala vida. De pronto, los convierte en santos, en vírgenes, junto con el Cristo, o los apóstoles. Abre una brecha luminosa que nos saquea por dentro, nos deja aturdidos. De pronto, la verdad y lo sagrado se encarnan, se ponen carne encima. Lo visible queda machacado de un hachazo, el reino se abre paso. Cuando las obras estuvieron finalizadas, los romanos se precipitaron, hicieron colas para verlas en la capilla de San Luis de los Franceses. Las grandes obras de arte no solo se ven con los ojos, sino también con el espíritu. Caravaggio era un pintor rápido, ni siquiera hacía dibujos antes de lanzarse sobre el lienzo.
Sin embargo, necesitó más de un año para acabar esas obras, para dar con esa luz, con esos negros, para darle profundidad a las sombras, para dar a ver ese cara a cara con el crimen o con el Cristo. El rostro que se contorsiona, el cuerpo desnudo que brilla, que deja ver su cera, todo aquí apabullaba. Porque lo que está haciendo el artista es sin precedentes. Está matando la muerte, metiéndose de lleno en la eternidad. Lo que retrata es algo imposible, un acto oscuro, un crimen. A esta invasión del mal le opone la misericordia. De un lado, el asesino de Mateo, del otro, en frente, el Cristo, que lo salva todo. Estamos ahora en 1601, por todas partes el Caravaggio triunfa.
Los contratos se multiplican como panes. Los cardenales le hacen encargos, y él se encierra entonces en un taller oscuro, casi una cueva, un sótano, ahí trabaja como alquimista la luz negra. Ahí se pone a mirar la muerte a los ojos y de ese cara a cara nacen esos lienzos que ahora nos deslumbran. El Caravaggio es entonces un rey que se sacude los piojos en las tabernas y arroja la corona en las callejuelas de mala muerte, lo dilapida todo, porque lo único que le importa está en ese sótano, en esa pelea en la que no busca ni ganar ni salir ileso. Simplemente, lanza la mano, y, sin borrón, le espeta los colores, los claros, los oscuros, a la grandullona que hace jugar la guadaña con su muñeca.
La mayoría de los humanos nos pasamos el tiempo huyendo de esa confrontación. Él ni lo duda, enfunda, desenfunda, espeta el pincel, saca la cuchilla. En los cuadros lo real se hace carne. Los cuerpos pesan, las manos hablan. Incluso cuando se han cortado las cabezas, cuando los ojos han dejado de ver, de mirar, quedan los pies, las manos, quedan los cuerpos, que caen. Aquí no hay ángeles que vuelan, vírgenes que levitan, y aureolas por todas partes. La realidad es sucia, de ahí que los pies estén sin lavar, de ahí que las manos se tuerzan, que los dedos sean como tornillos, clavos, que saben que la cruz llegará, que algo terrible vendrá. Las manos agarran volúmenes de aire, los torsos pesan. Lo sabemos, no saldremos ilesos de esta vida.
La ironía del destino será aterradora con el Caravaggio. De la fama pasa a la nada. Durante varios siglos no se habla de él. Borrado. Olvidado. Hasta que, a mediados del siglo pasado, un crítico de arte, Roberto Longhi, organiza en 1951 una exposición en Milán y lo desentierra. Así pues, la muerte no es eterna. El Caravaggio vuelve a nacer, pero esta vez para siempre. Nos hemos olvidado de todos los pintores con los cuales se peleó, espada en mano. Ahora sus obras están en todas partes, en Roma, en Florencia, en Malta, uno de sus Cristos en el Vaticano, otro en Potsdam, otro en Londres, otro en Dublín, y, por supuesto, alguna obra suya también en Madrid.
Viajamos veranos enteros, ahí vamos en rebaños, en riachuelos, regando las calles, tostándonos en las playas. Quizás debamos hacer el camino al revés. Viajar hacia dentro. Meternos delante de un caravaggio y mirar cómo la vida y la muerte, cómo el claro y el oscuro, le arrebatan la eternidad a la muerte.
Babelia
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