La gran escapada que contagió el virus de Caravaggio por América
Un turbio asesinato expulsó de Roma al maestro del barroco y su influencia se propagó hasta la Nueva España. El MUNAL de Ciudad de México presenta una muestra de su impacto
Hay dos versiones de la leyenda. Una dice que lo mató en medio de una trifulca por un partido de tenis. La otra, que ambos se estaban peleando por una prostituta, y que la espada le cazó la femoral cuando lo que intentaba de verdad era rebanarle los testículos. El hecho es que el 28 de mayo de 1606, Michelangelo Merisi Caravaggio acabó con la vida de otro pintor, Ranuccio Tomassoni, y que ahí comienza su gran escapada de Roma.
Con apenas 35 años, ya había cambiado para siempre la Historia del Arte, rompiendo con los caprichos manieristas del Renacimiento e inaugurando las turbulencias del Barroco. Sus contactos con la élite romana y el naturalismo extremo de sus obras le convirtieron en el favorito de la propaganda de la Contrarreforma: la violencia de la carne al servicio de la fe. Velázquez, Rubens y los flamencos acuden a la ciudad para aprender del anti Miguel Ángel lombardo. El virus del caravaggismo se extendía por Europa.
Y más allá. En su huida de Roma, seguirá trabajando durante los últimos cuatro años de su vida en Nápoles, Malta y Sicilia, todos dominios de la Corona española. Las rutas comerciales lo pondrán de moda también en el puerto de Sevilla y de ahí a la Nueva España. “Su rastro está presente en las obras públicas y privadas de las colecciones mexicanas, tanto por su herencia técnica como por su enseñanza academicista, donde se convertirá en un modelo hasta el siglo XIX”, explica Abraham Villavicencio, uno de los curadores de la exposición Caravaggio, una obra, un legado, que se inaugura este jueves en el Museo Nacional de Arte (MUNAL) de Ciudad de México.
La buenaventura, de 1596, cedida por los Museos Capitolinos de Roma, es la guinda de la muestra, sobre la que gravitan otras 16 obras de autores mexicanos, españoles, franceses e italianos. “Se trata de una obra temprana –añade el curador– que anticipa los primeros juegos de luces y sombras que más tarde culminarán con el surgimiento del tenebrismo. Aquí está ya el germen de esa forma de pintar que sumada al naturalismo produce una característica versión teatral y cruda de la realidad material”.
Un señorito con capa y camisa de seda, tocado con un sombrero con pluma, extiende el brazo. Una joven gitana, con turbante y manto de algodón, le toma la mano para leerle el futuro, y con la excusa, le birla suavemente el anillo. Las manos de ella son ásperas, tiene las uñas ennegrecidas. Es una escena de seducción y engaño. Las mejillas de los dos muchachos están rojas. Es por el sol y por el rubor. La luz y la emoción.
“Es innovador no sólo por la técnica, si no por la representación de temas y personajes”, apunta el curador. Son escenas de la calle, no de la corte. Sus modelos eran mendigos, ladrones y pillos con los que se emborrachaba el pintor por las noches en las tabernas. En una época, 1590, en que el Papa había expulsado a los gitanos, prohibido los duelos, los tahúres, cualquier algarabía callejera. La buenaventura, junto a Los jugadores de cartas, fue comprada por el cardenal Del Monte, uno de su mecenas y protectores, la llave para que entraran en las iglesias sus nuevas y feroces imágenes religiosas.
Su rastro está presente en las obras públicas y privadas de las colecciones mexicanas
Un retrato de San Bartolomé, de mediados del siglo XIX, ilustra el embrujo de Caravaggio en la representación sacra de la Nueva España. Sobre un fondo negro que contrasta con la claridad luminosa de su torso desnudo, el santo desollado aparece mirando un cuchillo. Los brazos son un surco fibroso de venas y las uñas que sujetan el arma también están sucias. El autor, Felipe Santiago Gutiérrez, era conocido como El Españoleto mexicano.
El Españoleto original, José de Ribera, nacido en Valencia pero que explotó como genio barroco en Roma y Nápoles, fue “uno de los principales artistas que interpretaron y difundieron el caravaggismo con sus obras y las de los miembros de su taller”, señala el curador. Más allá de sus santos deformes y torturados, la muestra recoge La vista, 1616, exponente de sus primeros años italianos, donde el rayo de luz ya marcaba las sombras desde la ventana.
El mismo fogonazo, en la misma esquina prolonga la mano de Cristo en el sótano de un cobrador de impuestos mientras cuenta monedas en la memorable La vocación de San Mateó. La misma iluminación lateral que estalla en el rostro de un ciego y de un tullido en el Santo Tomás de Villanueva, del mexicano Antonio Rodríguez. La violencia de la carne al servicio de la fe.
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