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Columna
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El pan de oro

Al arte lo único que le importa es lo de siempre, lo que permanece, lo que reta lo efímero, lo que abofetea al olvido

Johannes Gutenberg, inventor de la imprenta, en su taller.
Johannes Gutenberg, inventor de la imprenta, en su taller.Fine Art Images/Heritage Images/Getty Images

A menudo nos sirven las papillas. Tragamos incluso sapos, culebras, alimañas. Ahí tienes los embusteros con sus caras de coliflores. Dicen mentiras que truenan y sin embargo se salen con la suya, ilesos, pavones. Porque las palabras ya no cuentan ni importan, ni siquiera les quedan mechones o flequillos. Son como dolores de muelas, que se han desvitalizado, de ahí las papillas y los sapos que brincan fuera de la cazuela.

Para rematar, nos tragamos horas de pantallas. La lectura de los libros cae en picado, en particular entre los más jóvenes, que ya apenas leen novelas, y, cuando lo hacen tienen el móvil a poca distancia. Leen poco y mal, y el libro que les cae entre las manos se parece más a un tebeo que a un tocho literario. La pérdida del libro quizás no sea nada, porque también vamos perdiendo el tiempo, el día, e incluso la noche.

Porque teníamos las velas, los candelabros, y luego llegó el hada de la electricidad, y así hemos colonizado con neones, lámparas, iluminaciones toda la noche, haciendo que la luz del día incluso se la lleve por delante. Y luego llegaron las pantallas, y ahí nos tienes enchufados, enganchados, a esa minúscula alba perpetua que nos atrae como si fuéramos mariposas, como si nuestros ojos fueran luciérnagas.

Cierto, la tecnología tiene su maravilla. En la Edad Media, un monje necesitaba un año entero para copiar un libro. Con Gutenberg, de pronto, se pueden producir doscientas biblias en menos de un año. Cincuenta años después quince millones de libros ya están circulando por el mundo. Luego la rotativa, la radio, los satélites, la propagación numérica, ahora miles de millones de octetos son producidos cada segundo.

En cada momento le sumamos al infinito otro tanto. De ahí que, por ahora, nos quedemos deslumbrados, intentado entender cómo lidiar con el relámpago, como tragarnos todas estas galaxias. Estamos apabullados, cada vez más miopes, con cegueras que nos atan en vez de liberar. Y, sin embargo, algunos siguen empeñándose, no bajar la guardia ni las manos.

Pero a la tecnología lo único que le interesa es lo último, esa chispa que deslumbra. Así pues, que nos queda el arte, y poco más, la literatura, la pintura, para lo primero, lo que de verdad importa. Al arte lo único que le importa es lo de siempre, lo que permanece, lo que reta lo efímero, lo que abofetea al olvido. Nada de lo último le es relevante. Al arte no le importan los tendederos ni los telediarios, sólo el hombre, la mujer, todos los que somos, ese olvido que seremos.

Nos iremos al pudridero, derechitos al río, que se vuelca en el mar. Y nada de hacerse toreo de salón, de ir de farol por la vida, de esquivar el montón, el aluvión de lo pícaro, de lo grosero, lo que se pone de lado, y deja que la muleta se vaya con el viento. La escritura, la pintura, el arte, no van de traperos ni de trapiches, embiste, sacude, aguanta el tirón. Primero la apertura por lo alto. Luego los quites, variando tafalleras, chicuelinas, y gaoneras. Y seguimiento de pie, con temple, en lo lento, deshojando margaritas, acariciando la embestida, despacio, ajustando.

Y, por último, de un sopapo, de remate, la explosión de rodillas, con los pitones cazando, y ahí lo tienes, a galope, color vino, el arte ha salido al ruedo. Ahí lo tienes, a Osip capeando, a Marina torneando, a Joan, a todos ellos, con su pan de oro, apenas unos folios, algo que no se muere de un capotazo. Y de pronto, lees, te cae encima un verso de Mandelstam: “Un delicado rumor: la vela se tensa / la dilatada mirada se vacía / y un coro inaudible de pájaros de medianoche / atraviesa el cielo”.

Y entonces te paras, en medio de un día, en medio de un beso, y respiras mejor, respiras más hondo. El pitón se te clava en la retina, el asta te entra hasta lo más hondo, por el garrote, recto hacia el corazón. De vez en cuando pues, levantemos la nuca. Aunque no sea para cornear la luna, démosle esa cornada al aire. Y, sobre todo, quedemos atentos. El séptimo sello quizás no se haya roto todavía. Escuchemos los susurros que siguen soplando sobre las velas, encantados, ellos, en contar las estrellas que todavía brillan encima de la cabeza entre ese mar de cipreses.

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