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Emilio Sanz de Soto, el faro tangerino de la modernidad

El historiador y crítico desparramó su conocimiento y brillantez y en tantas conversaciones y clases impartidas, pero sin dejar una obra escrita a la altura de su sabiduría. En su centenario es obligado destacar la importancia de su trabajo y su magisterio.

Emilio Sanz de Soto, historiador del cine y director artístico, en 1996.
Emilio Sanz de Soto, historiador del cine y director artístico, en 1996.

La etapa mítica del Tánger Internacional tuvo en Emilio Sanz de Soto Lyons (1924-2007) a su mejor cronista. Ponía voz a su memoria proyectando sobre aquel escenario mítico el halo de un mundo fascinante e irrepetible. Conoció allí a todos los que había que conocer, compartió sus historias y secretos, y contaba al mundo como nadie los misterios de esa ciudad encantada que vivía con adelanto al otro lado del Estrecho la modernidad prohibida. Confidente de Jane Bowles, de Carmen Laforet y Geraldine Chaplin. Estudioso del cine del exilio y la huella española en Hollywood, colaboró con Saura y otros cineastas, como Buñuel y Borau, aportando desde su atalaya tangerina sentido y sensibilidad a la débil cultura española del franquismo. Era el faro de la modernidad anclado en el Tánger más internacional. En la hora de su centenario es obligado destacar la importancia de su trabajo y su magisterio.

Cautivador, charlatán, dadivoso. Quizá mejor que ninguno le cuadraba este último vocablo que según la RAE encierra ser “generoso, desprendido, espléndido, liberal, rumboso, campechano, maniabierto y rajón”. Emilio era todo eso y a la vez el mejor guía para descifrar el mapa humano de Tánger. Cuando le entrevisté para compartir sus recuerdos de aquel periodo, describía con entusiasmo a la escritora norteamericana afincada en Tánger Jane Auer Bowles afirmando que “Jenny era una especie de fuegos artificiales continuos, que en cierta forma parte de su genialidad la malgastó. Bueno, la malgastó, pero los que éramos amigos suyos la recibimos”.

Debe aplicarse esta descripción al propio Emilio, que desparramó su conocimiento, brillantez y capacidad evocadora en tantas conversaciones, charlas y clases impartidas, pero sin dejar una obra escrita a la altura de su sabiduría. El magisterio hablado de Emilio fue de tal dimensión que, parafraseando, quienes fueron sus amigos reconocen su genialidad, sus fuegos artificiales, su brillantez y su aportación a la apertura y modernización de la estrechez cultural española de los años cincuenta y sesenta. Sonríe con ternura su hermana Lydia al comentar que “cualquier cosa que le preguntabas, te daba una charla de cuatro horas. No te atrevías a preguntar porque se extendía tanto que no acababa nunca. Habría sido un buen catedrático”. Realmente lo fue. Su magisterio sobre la historia del cine lo recibieron especialmente los alumnos estadounidenses que asistían a sus clases en el Instituto Internacional de la calle Miguel Ángel de Madrid. La pátina del Tánger internacional nunca abandonó a Emilio. Hijo de inglesa tangerina y de un madrileño enviado a dirigir el Banco de España en Tánger, Emilio abrazó el cosmopolitismo y la cultura en libertad.

También dejó una serie de trabajos sobre historia del cine que se conservan editados en dos tomos bajo el título genérico Resultas de una vieja memoria, divididos en un capítulo “de letras y de arte” y otro “de cine”, incluidos dentro del legado que hoy custodia la Residencia de Estudiantes en Madrid, que cuenta con 4.000 registros entre libros, revistas, cartas y fotografías.

Se carteó con Buñuel y los grandes del cine español de la época. Hay una importante correspondencia con Bardem, Patino, Berlanga, Muñoz Suay, Marsillach, Paco Rabal y Borau. Pero la correspondencia más abundante fue con Carlos Saura y con Geraldine Chaplin. Era un erudito del cine que fascinó con su conocimiento a los más jóvenes cineastas españoles de los sesenta y setenta que recurrían a él como enciclopedia viva.

Emilio Sanz de Soto, historiador del cine y director artístico, en 1996.
Emilio Sanz de Soto, historiador del cine y director artístico, en 1996.Ricardo Martín

Su gran pasión fue descubrir y relatar las andanzas de los españoles en la meca del cine americano. El cine del exilio era su fuerte. Angelina y el honor de un brigadier (1935), dirigida por Louis King, justifica por sí sola el cine español hecho en Hollywood, con las aportaciones del guion de Jardiel Poncela y la actuación de Rosita Díaz Gimeno, quien se casaría en el exilio con el hijo de Negrín. Sanz de Soto creía firmemente que “no se puede separar el cine español de nuestra Edad de Plata. Aunque su aportación fuese mínima, algunos nombres que hicieron posible ese resurgir cultural se acercaron al cine con mayor o menor fortuna”, decía: “Pienso en Buñuel, Neville, Jardiel, Eduardo de Ugarte e incluso a dos actrices exiliadas, Catalina Bárcena y Rosita Díaz Gimeno”. Hay que reconocer a Sanz de Soto autoridad en la materia, que estudió como nadie en su vertiente interna e internacional. Algunos de estos asuntos fueron objeto de su correspondencia con Buñuel (“tu carta es la más interesante que he recibido en mi vida”) o Borau.

Hasta la fecha su correspondencia de ida y vuelta con Carmen Laforet es la única explorada y publicada al completo, en una detalla edición de José Teruel, con el que coincidió como profesor en el Instituto Internacional. Teruel le describe como “hombre de gran curiosidad intelectual, enormemente culto y con gran intuición artística, dotado además de gracia, bondad y una inmensa generosidad”. Remata señalando que fue “un defensor de la tercera España o de una España posible”.

La atmósfera tangerina dotó a Emilio de una mirada larga y limpia, sin miedos ni cortapisas, aunque ya le tocó sufrir críticas y represalias de las autoridades franquistas en la ciudad del protectorado. “Te pareces a la dama de Elche, la eterna desconocida”, le dice Saura en una de sus larguísimas y frecuentes cartas a Emilio. Sería muy importante rescatarlas para un retrato completo del director aragonés que habla de proyectos imposibles como llevar El Jarama de Ferlosio al cine, se refiere a cuestiones como “el problema de como insertar lo documental con la ficción”, pero sobre todo confiesa sus dudas al encarar algunos proyectos y hasta secretos sobre sus relaciones. Un Saura sentimental al desnudo. “Me gusta mucho Geraldine, pero que quede entre nosotros”. Sesenta y seis cartas enviadas por Saura se recogen en el legado, que abarcan del año 1960 al 94. Sin duda las misivas más especiales y divertidas son las que escribe Geraldine, que desarrollo una complicidad con Emilio como la de Laforet. “Emilio sabía más cosas de su padre (Charles Chaplin) que ella misma”, comenta su hermana Lydia.

Emilio fue director de arte en películas de Saura (Peppermint Frappé, Stress-Es Tres Tres), y dejó finalmente un Tánger que se marchitaba para establecerse en Madrid. Al interés de los cineastas, le seguiría también el de otros artistas españoles que buscaron en Emilio el rescoldo de aquel Tánger mítico y mitificado.

Sanz de Soto recordaba que el verano del 49 fue el más explosivo en la historia del Tánger internacional. La capacidad de derroche y disfrute de los residentes extranjeros era ilimitada. Paul Bowles la retrató en su novela Let it come down (Déjala caer). Corría el dinero y había una gran permisividad. Los artistas encontraron allí un refugio glorioso tocados por la arena y el agua del norte de África. Emilio Sanz de Soto mantenía una memoria viva. Así nos lo contó en el documental Mapas de agua y arena: “La verdad es que ese grupo norteamericano, que ha mitificado Tánger, sobre todo dentro del mundo anglosajón y ahora dentro del mundo en general, vivía totalmente al margen de la vida de Tánger. Ellos vivían en El Farhar, que era un sitio realmente paradisiaco, donde había unos pequeños bungalós, y tenían esa cosa norteamericana maravillosa que, aunque se hubieran acostado a las cinco o las seis de la mañana, con bastante güisqui en el cuerpo, todos trabajaban por la mañana. Es una cosa que siempre me admiró un horror. Llegabas por la mañana a El Farhar, y oír todas las máquinas de escribir funcionando y oír a Paul componiendo al piano, esto era una cosa que me fascinaba, porque a una hora determinada todo se paraba y solían bajar a la playa”.

A su manera, tan entusiasta y particular, Emilio ha sido un faro para todos los amantes del sueño tangerino. Nuestro tangerino de cabecera. Historia viva y ambulante de una época dorada, que se vio obligado a recordar y a contar gustosa y repetidamente ante el antojo de las nuevas generaciones fascinadas por la ciudad mítica de Bowles y Capote, de Barbara Hutton y Jane Auer. Era el hijo del director del Banco de España y de la bolsa de la ciudad norteafricana, cuya realidad, enredada en historias de espionaje y negocios fronterizos, superaba a los guiones de Casablanca o novelas a lo Déjala caer. Emilio la vivió como nadie de su época. Revoloteó entre las familias cristianas de aquel Tánger multicolor, entre las celebraciones judías y la vistosidad de la morería de la casba. Todo lo vio y removió. Jaleaba a los pintores, como Runyan y Pepe Hernández. Movía el cine club con Pepe Carleton. Se entusiasmaba con la literatura y alababa a su amigo del alma Ángel Vázquez, autor de La vida perra de Juanita Narboni.

Salió por última vez en público, ya en silla de ruedas, para homenajear a su queridísima Geraldine Chaplin, en la cena de la medalla de oro de la Academia de Cine. Geraldine era su mujer favorita, como antes lo fueron Carmen Laforet y Jane Bowles. Como ellas, vivió sus propias dudas y angustias. Todos le animábamos a escribir más, a completar uno de esos libros de memorias llenos de sabiduría y personajes, pero él prefería recitarlos en sus clases para alumnos norteamericanos y en las tertulias para los amigos, mostrándose como monumento vivo de la memoria de una ciudad irrepetible. El alma de Tánger había habitado para siempre a Emilio, y él nos la hizo soñar y sentir para siempre.

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