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días de verano
Crónica
Texto informativo con interpretación

Aquel verano de... Lucía Lijtmaer: lo que no acaba

La escritora recuerda el estío de 1999, cuando vio mucho la tele inmersa en la tristeza por haber regresado de un Erasmus inolvidable en Londres

Lucía y dos amigas, en un campus universitario en Londres en 1998. Fotografía proporcionada por la escritora.
Lucía y dos amigas, en un campus universitario en Londres en 1998. Fotografía proporcionada por la escritora.
Lucía Lijtmaer

Todo empieza el 22 de junio de 1999, el día que marca el inicio del verano. Es exactamente ese día, esa misma mañana en la que me doy cuenta de que todo se acaba de ir a la mierda. Estoy en un barrio al sur de Londres donde acabo de pasar los nueve meses más importantes de mi vida, o al menos eso siento, donde he cumplido veintiún años y ahora me toca volver a mi casa. Y lo peor de todo es que tengo una resaca espantosa.

Es horrible tener resaca durante una preciosa mañana de junio en esas circunstancias. El tiempo no acompaña a tu desconsuelo. Quieres que llueva y no va a pasar. Las abejas zumban alrededor de los parques, la gente hace barbacoas al aire libre y el sol acaricia las mejillas y los tobillos de todos los estudiantes que pasan por mi lado, con libros, guitarras o cajas de cartón. Todo el mundo es feliz porque llega el verano y yo arrastro una maleta que pesa demasiado por un bar con mesas pintadas de colores, intentando pedir un café. Tengo una resaca tremenda, inmunda, propia de haber bebido para querer olvidar que me voy de mi paraíso, la universidad de letras en la que acabo de finalizar mi Erasmus y donde he conocido a los amigos más cercanos que he tenido nunca, mis almas gemelas.

Lo último que recuerdo es tomar chupitos de algo en una habitación enmoquetada y bailar a Prodigy. Todos mis amigos deben de estar dormidos y yo soy ahora la primera que tiene que ir al aeropuerto. En la barra, con un dolor lacerante de cabeza y el estómago revuelto, creo que pido un café. Cuando me lo llevo a los labios, siento olor a alcohol y me digo que no es posible, que me lo estoy imaginando, así que me lo tomo de golpe. Sí, tiene alcohol. Me han hecho un carajillo por error. ¿Quién hace un carajillo por error? Desde esa cafetería regentada por algún insensato miro la mañana hermosa de junio, algo finalmente cede en mi interior y comienzan a rodarme lágrimas del tamaño de canicas mejillas abajo. Soy infeliz. Soy todo lo infeliz que se puede ser, o eso creo yo, porque para eso tengo veintiún años y el mundo es para mí la estepa desértica del verano que está por empezar.

No nos vamos a engañar, mi verano de 1999 no fue un buen verano. Echaba de menos mi vida anterior, quería estar con mis amigos en ese barrio del sur de Londres pero no podía, así que me sumí en una tristeza letárgica que duró todo julio y agosto, hasta que tuve que volver a clase, a terminar la carrera. Me tumbé en el sofá y vi toda la televisión posible. Toda. Desde las once de la mañana hasta las once de la noche. A ratos iba a por un refresco a la nevera y contemplaba mi rostro en el espejo, que para mí adquiría colores tornasolados, entre el verde y el lila. Mis córneas estaban sufriendo los efectos de ver sin respiro alguno reposiciones de Los vigilantes de la playa o Las gemelas de Sweet Valley durante tantas horas. Mis pobres padres, preocupados, hacían lo que todos los padres intentan hacer con sus hijos en verano. Que es repetir sin cesar la frase: “Anímate, sal a que te toque un poco el aire y el sol, que te sentará bien”, aunque caiga en saco roto. Lo último que quiere un veinteañero con crisis existencial es que le toque el aire. Lo último que quiere es pasar página, intentar ser feliz.

Lucía, en una de las últimas noches en Londres, en 1999.
Lucía, en una de las últimas noches en Londres, en 1999.

Durante ese verano recordé todo lo que había vivido ese año. Había bailado sin parar, había ido a obras de teatro en pubs, había descubierto la escarcha a la madrugada, había intercambiado libros nuevos, visto exposiciones raras y reveladoras, había conocido Irlanda, había tocado el timbre en bares ilegales con detectores de metales, había pedido música a una dj con la cara completamente tatuada, había dado besos sin parar, había viajado en ferry, había hecho tortillas de patatas para veinte personas, había visto fuegos artificiales en medio del bosque, había caminado por la orilla del río rodeada de amigos estallando en carcajadas. Y millones de cosas más que no recuerdo.

Con el tiempo me di cuenta de que mi verano, en realidad, había durado todo el año anterior. Un verano perfecto de nueve meses. Y, finalmente, me levanté del sofá.

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Sobre la firma

Lucía Lijtmaer
Escritora y crítica cultural. Es autora de la crónica híbrida 'Casi nada que ponerte'; el ensayo 'Ofendiditos. Sobre la criminalización de la protesta' y la novela 'Cauterio', traducida al inglés, francés, alemán e italiano. Codirige junto con Isa Calderón el podcast cultural 'Deforme Semanal', merecedor de dos Premios Ondas.
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