Lucía Lijtmaer: «A las mujeres les cuesta despojarse de la idea de que hay que corregir el cuerpo»
Sobre el amor como trampa, el exilio femenino y el poder de una venganza. Lucía Lijtmaer se pasa a la ficción y con ‘Cauterio’ firma una novela-cuchillo que disecciona las neurosis femeninas sin importar a qué generación adolecieron.
A Lucía Lijtmaer (Buenos Aires, 1977) le da terror la zona alta de Barcelona un domingo por la mañana. “Es que no hay nadie. Yo siempre hago lo mismo cuando voy a ver a mis padres: antes de comer me camino la ciudad de arriba abajo. Pasearla es una radiografía de lo que vivimos, así que cuando subo Ganduxer y solo quedan los que recogen sus salmones en el Semon [un mítico local de productos gourmet], siempre se me repite esa idea: por qué no hay un alma en estas calles, por qué esta calma. Da mucho miedo”. Ese terror a transitar por la parte noble los fines de semana también lo sufre la protagonista sin nombre de Cauterio, la primera novela de ficción que publica con Anagrama tras el fenómeno editorial que está siendo su ensayo Ofendiditos (ya por la séptima edición, el segundo libro más vendido de la misma editorial en 2021) y de dos tomos de novela autobiográfica y ensayo: Casi nada que ponerte (Libros del lince, 2016) y Yo también soy una chica lista (Destino, 2017).
Que nadie se confunda. Este no es un libro de autoficción. Cauterio es una novela sobre la supervivencia femenina y elegir el destino propio. Un texto en el que dos mujeres de dos épocas muy distintas se enfrentan a dos exilios muy particulares. Una es una treintañera desapegada, apocalíptica y narcotizada que huye de Barcelona a Madrid en el verano de 2014 y la otra es Deborah Moody, la primera terrateniente del Nuevo Mundo, una mujer que lidió con el puritanismo de Massachusetts y que fue considerada “la más peligrosa del siglo XVII”. Una novela escrita como si el Mirall Trencat de Mercè Rodoreda se abrazase, cómodamente y sin rigidez alguna, con Las reglas de la atracción de Bret Easton Ellis o Mi año descanso y relajación de Ottessa Moshfegh. Un texto plagado de intrigas in crescendo sobre las mentiras que nos contamos para retener a otros y las verdades que comprendemos desde el rechazo ajeno y el dolor propio. Y lo más importante: ante un desengaño, la posibilidad de la amistad como espacio para generar comunidad.
Después del Ondas por Deforme Semanal Ideal Total y el éxito de Ofendiditos, ha logrado una conexión e intimidad con sus seguidores muy particular. ¿Le da miedo que la gente quiera verla en la protagonista?
Sí, siempre da miedo. Parece ser que las mujeres cuando escribimos solo hablamos de nosotras mismas. Eso siempre lo digo en el podcast: cuando es Sylvia Plath dicen que es autoficción y cuando es Philip Roth es ficción, cuando Philip Roth probablemente haya escrito siete veces el mismo libro. Yo no me puedo liberar del yugo del que no se han librado todas las mujeres que han escrito antes. Sí que creo que al poder escribir sobre un personaje del siglo XVII, espero que se entienda que el personaje contemporáneo también es ficción y no tenga que aclarar a todo el que pregunte que no, que yo no soy ese personaje de Barcelona que está desquiciado, obsesionado por cómo se va a inundar el mundo.
Las ciudades son un personaje más. Sobre todo Barcelona y, en menor medida, Madrid.
Siempre me ha obsesionado el urbanismo. Barcelona y Madrid, pese a sus enormes diferencias, son ciudades que han cambiado mucho en los últimos 15 años. Las ciudades por las que transitamos en nuestra adolescencia o primera veintena, como me pasó a mí con Barcelona, ahora son más duras. Es mucho más difícil alquilar un piso o si te separas, ¿adónde te vas?
Hay una lectura finísima del clasismo y etnicismo que se percibe en según qué calles.
Son ciudades en las que nuestra relación con lo extranjero es muy particular. Y además, ¿qué tipo de extranjero? No es lo mismo un sueco que un paquistaní en el imaginario colectivo. A veces parece como que romantizamos la idea de la ciudad en la literatura y yo tenía ganas de escribir desde el lugar en el que vivimos nosotras. Qué pasa al salir de noche, qué pasa en los barrios, qué pasa en los bares.
Y la protagonista dice: “Me voy a vivir a Madrid. Que es algo bastante peor que la muerte”.
Sí, y me reí muchísimo al escribir esa frase porque pensé: “Qué cabrona es” (la protagonista). Eso tiene algo de autobiográfico porque yo me vine a vivir a Madrid el verano de 2015 y ese fue uno de los más calurosos de la historia. Yo no sabía lo que era Madrid en julio. Tanto ella como Deborah, que también tiene que exiliarse, son como plantas a las que han movido de sitio. Están extrañadas.
Esa mirada las hace más analíticas.
Creo que cuando estás muy mal, como está la que se muda a Madrid, hay una sinceridad en la inestabilidad. Cuando estamos bien, cuando estamos en situaciones normales, el lenguaje nos sirve muchas veces para encubrir. Tenemos un personaje amable o social, que es mucho menos sincero que cuando estás jodida. Este personaje necesita hablar desde dentro, una verdad muy descarnada.
Tan afilada como para retratar a los machistas de izquierdas que la rodean.
Sí, pero es una intención puramente literaria. No fue una construcción que hice en modo ‘Voy a pegar una hostia a los machos de izquierda’. Si hubiera sido así, te lo diría. Me parecía interesante tratar algo que de alguna manera todas hemos vivido. No desde un lugar analítico, sino desde lo emocional. Eso que hemos visto y vivido tantas veces: estar en un espacio donde objetivamente puedes sentir que estás con gente que crees que piensa lo mismo que tú porque así lo proyecta en público, pero que se comporta de otra manera en el espacio personal. Porque creo, y esa es una obsesión mía, que siempre estamos diferenciando lo público de lo privado. Es una conversación constante que tenemos, pero nunca sabemos qué pasa realmente en las esferas privadas.
“Te casas y te atas a un territorio y a un hombre. Te conviertes en un mueble más y él desaparece”. Las relaciones heteronormativas no salen muy bien paradas.
Quería analizar la idea del amor como trampa. Tengo la sensación de que muchas veces sentimos que el amor es lo principal, lo más importante. No sé si es un tema de género, que solo afecte a las mujeres, pero sí creo que persiste esa idea de que el amor en pareja es lo más importante.
La protagonista cree que “la monogamia es como un sedante”.
Lo es. Nos ha pasado a todas, cuando estás en relaciones largas, pues te acomodas con cualquier situación.
El cuerpo está muy presente. La heroína se libera de los yugos y sus miedos mientras hiberna empastillada.
No conozco una autora, al menos de las que me gustan y las que leo, que no trate el cuerpo. Las mujeres hemos sido obligadas a ser observadoras de nuestro propio cuerpo de forma constante. Autoanalizarlo para saber si es reglamentario o no. Es algo intrínseco a la voz femenina. Cuesta muchísimo despojarse de la idea del cuerpo como algo que hay que corregir.
Envejecer, engordar, enfermar. Todas tenemos miedos con nuestros cuerpos, ¿cuál es el suyo?
Todos los que dices (ríe). Aunque la pandemia me ha puesto en un lugar de fragilidad y conciencia del cuerpo, también me ha quitado miedos. Yo pasé la primerísima cepa en marzo de 2020, a pelo, sin asistencia y con las líneas colapsadas. Me enfrenté a los límites del cuerpo y de la enfermedad. Superarlo me dio libertad. Ya no me da miedo volar en avión y antes me aterrorizaba. Pasar aquello con mi cuerpo también me dio más aceptación.
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