Aquel verano… de Cristian Segura: el primero como corresponsal de guerra en Ucrania
El reportero de EL PAÍS recuerda sus chapuzones en el río Dnipró entre suciedad y peligros en pleno conflicto en 2022
Perder la voz de tanto llorar es posible. Lo aprendí el 26 de agosto de 2022, en mi primer verano como corresponsal de guerra en Ucrania. Serhiy era el padre de Vlad, un niño de 11 años que falleció proyectado contra una pared por la onda expansiva de un misil iskander ruso. Donde pocas horas antes se encontraba su huerto, en el pueblo de Chapline, ahora había un cráter. Intenté hacerle algunas preguntas, pero Serhiy no podía hablar, su afonía era total. Las agencias de noticias publicaron su foto, arrodillado y descamisado, con un pañuelo en la cabeza, un crucifijo de oro bailando sobre su pecho. Frente a él, unas mantas cubrían el cadáver del niño.
El verano de 2022 no fue feliz para mí. Fue intenso en experiencias y pocas fueron agradables. Recuerdo regresar de Chapline a la ciudad de Dnipró al atardecer, sentarme en la terraza del hotel donde llevaba semanas hospedado, pedirme dos lingotazos de vodka y ponerme a llorar. Lloraba por una acumulación de emociones, de una destrucción que no imaginé que presenciaría, también por conflictos personales que pesan tanto como una guerra.
Por la mañana me levanté dispuesto a sanarme con un chapuzón en el río Dnipró. Desayuné en la misma terraza del hotel mientras observaba a un pope ortodoxo bendiciendo en la calle a un grupo de soldados, montados en cuatro todoterrenos, que se disponían a salir para el frente. Fui a la isla del Monasterio, donde hay playas y un destartalado parque de atracciones de tiempos soviéticos. Quise meterme en el río pero el hedor era insoportable. Cada pocos metros en la orilla había carteles advirtiendo de que el agua estaba contaminada, y lo que me hizo entender que no era una exageración es que muy pocos bañistas incumplían la norma.
Muchos conocidos en Kiev me atemorizaban sobre las consecuencias para la salud de bañarse en el Dnipró. Pero los bañistas en la capital sí son más numerosos y en julio me lancé a sus aguas. Lo hice en las dunas de la bahía de Obolon, donde no hay corriente, donde se encuentra el principal club de vela de la ciudad y una conocida playa nudista. En julio de 2022 tan solo hacía tres meses que los rusos se habían retirado en su asedio de Kiev y pocos de sus habitantes habían regresado. Escasa gente disfrutaba por entonces de las playas de Obolon, muchas menos que en los años posteriores, cuando la capital ya había recuperado su bullicio habitual, también por la llegada de refugiados de las zonas donde se libraban los combates. En 2022 incluso había que superar un control militar en el acceso a la bahía, una caseta con sus sacos terreros y bloques de hormigón hoy abandonada.
Sobre todo se acercaban a la zona pescadores. La pesca es posiblemente la actividad al aire libre que mueve a más gente en Ucrania. Algunas de mis primeras clases de ucranio las recibí charlando con estos pescadores apostados en la orilla de Obolon. Algunas de sus enseñanzas, sobre el tipo de caña o de cebo que se necesita en este o ese tramo del río, las he aplicado este verano de 2024, cuando por fin me he estrenado como pescador en Kiev.
Nadar en el Dnipró no es agradable, la visibilidad es nula, las algas te molestan, pero repetí la experiencia varias veces porque descubrí en el río unas medusas minúsculas. Jugaba con ellas moviéndolas suavemente con mi mano, maravillado porque no sabía que estos animales podían ser de agua dulce. Creía que eran endémicas pero un biólogo me reveló que se trata de la craspedacusta sowerbii, una especie invasora procedente de China que empezó hace décadas a colonizar el río desde su desembocadura en el mar Negro.
El chapuzón en el Dinpró del que estoy más orgulloso fue aquel agosto de 2022, frente a la central nuclear de Zaporiyia, ocupada por Rusia. Los reactores se levantaban frente a mí, a unos tres kilómetros en la otra orilla. Fue en la aldea de Ostriv, donde había una playita cerrada con erizos antitanque, para bloquear un posible desembarco, y con señales sobre la presencia de minas. Cada poco rato se oía el estruendo de la artillería rusa disparando desde las inmediaciones de la central contra la vecina ciudad de Nikopol. Con Lyuk, mi intérprete por entonces, nos manteníamos ocultos detrás de unos árboles, unos militares nos reiteraron que estuviéramos alerta porque el invasor lo veía todo desde el otro lado y ante una concentración de personas podían optar por disparar morteros. Cuál fue mi sorpresa cuando de una de las casas vecinas salió un padre con sus dos niños y, sin dudarlo, se desvistieron en la playita y se zambulleron en el río. Seguí su ejemplo y por unos minutos, esta vez sí, disfruté de mi primer verano en Ucrania.
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