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Días de verano
Crónica
Texto informativo con interpretación

Aquel verano de... Juan Luis Arsuaga: cuando caminé hacia lo salvaje

El paleoantropólogo recuerda 1975 cuando estudiaba su carrera en Madrid y pido conocer un mundo hoy desaparecido: el campo

Juan Luis Arsuaga (izquierda), leyendo un periódico durante el descanso de un partido de fútbol en la Universidad, en el que jugaba de portero.
Juan Luis Arsuaga (izquierda), leyendo un periódico durante el descanso de un partido de fútbol en la Universidad, en el que jugaba de portero.

No teníamos cámara de fotos. Solo la tenían en aquella época los padres y por eso no hay imágenes de nuestra juventud, salvo aquellas fotos espantosas de las reuniones familiares, en las que salimos de frente mirando al objetivo. Hay más fotos de cuando éramos críos. Se ve que les hacíamos gracia a nuestros padres y por eso gastaban en nosotros un valioso fotograma de cuando en cuando. Pero los adolescentes habíamos dejado de ser interesantes y solo formábamos parte del retrato familiar. No me pidas que te enseñe una foto de cómo era yo entonces, cuando deberíamos haber leído El guardián entre el centeno o quizás On the road. Así habríamos tenido modelos que imitar.

Estábamos en España a mediados de los setenta, y yo estudiaba la carrera en Madrid. Pertenezco a la última generación de verdaderos naturalistas, con asignaturas de biología y geología. Incluso tuve una clase de dibujo de animales y de plantas. Encargué a un amigo que hizo un viaje a Melilla que me comprara unos prismáticos, que aún conservo.

Si no teníamos cámaras de fotos, mucho menos teníamos coche, y gracias a eso pude conocer un mundo que ha desaparecido. Me refiero al campo. Y eso que el campo no me interesaba lo más mínimo porque yo buscaba la “naturaleza virgen”. Ver una vaca o un caballo me perturbaba. No digamos una oveja o una cabra que no fuera montés. Con los años he aprendido a amar el campo y la vida campesina, y a apreciar cuánta cultura y cuánta vida se encontraba allí.

El caso es que había ganado algún dinero trabajando en las pistas de esquí del puerto de Navacerrada, cerca de Madrid. No como profesor de esquí, apenas sabía deslizarme sobre las tablas, sino cobrando tíckets en los remontes y ayudando a la gente a sentarse en una silla o a engancharse en una percha. Y así fue como decidí lanzarme en busca de la naturaleza salvaje. Obviamente, en transporte público.

Viajé en tren con un par de compañeros de carrera a un pueblo de Castilla donde la familia de uno de ellos tenía una casa. Llegamos a ella caminando por la chopera del río, que me transportó con la imaginación a los grandes ríos de las películas americanas. El documental era un género que no se conocía entonces por aquí. Todo lo que sabíamos de otros continentes era a través de las películas americanas, que tenían esos colores tan saturados, como las del delfín Flipper. Eso sí que era un mar azul.

La casa de la familia de mi amigo tenía un monasterio desamortizado dentro de la finca, del que se habían apoderado las zarzas. Lo que yo recuerdo de aquella casa es que había muchas primas, que era un paraíso de primas y que el sol se filtraba por las persianas a la hora de la siesta.

Había romería en una ermita de la localidad y allí fuimos por la noche. Todavía amenizaban la fiesta un dulzainero y su tamborilero. No como un recuerdo nostálgico, sino como el único recurso musical disponible. Yo había vivido otras muchas fiestas populares en el Goierri amenizadas exclusivamente por el chistu y el tamboril.

Todavía no he dicho lo más importante. En aquella época el campo estaba lleno de gente. No era sinónimo de despoblado, como ahora.

Quedé con mis amigos en Somiedo porque quería ver osos. Había oído que Somiedo era algo así como el último paraíso salvaje. Dormí en Pola de Somiedo. Primero me eché en el bosque para hacer vivac, como había visto en las películas. Luego pensé que habiendo osos de verdad, quizás no fuera una buena idea, me entró el terror, y me fui a la pensión.

A la mañana siguiente subimos a Valle de Lago por una pista. Las casas eran de tejado vegetal. No encontramos dónde plantar la tienda de campaña y la pusimos en el cementerio junto a la iglesia, donde había una imagen de un cristo o de una virgen en un nicho del muro que daba terror con su melena postiza.

De ahí subimos andando al lago del valle. No había nadie y nos bañábamos desnudos en el agua helada. Por la mañana, una vaquera adolescente nos llamó a la puerta de la tienda para ofrecernos leche recién ordeñada. No vimos osos en aquellos días pero sí rebecos, que yo no conocía. Muchos años después vi una osa con dos crías en el valle.

El padre de la pastora fue corneado en un ojo, que perdió, mientras estábamos acampados.

El viaje siguió todo el verano, pasando por una muy larga temporada acampados en el circo de Gredos, con el que todavía sueño por las noches, y los encierros de Cuéllar. Yo era un chico con gafas. Muy buen chico. Cuando empecé el viaje.

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