Aquel verano de... Jacobo Bergareche: cuando me dejó Carolina
El novelista recuerda los consejos sentimentales que le regaló Antonio Gala en la cubierta de un barco en la Ruta Quetzal de 1993
Hay una ley no escrita que dice que no se puede cortar con alguien por teléfono y menos después de dos años de relación. Tenemos que hablar, te dicen, y uno generalmente sabe lo que le espera cuando oye esa frase, que es probablemente lo más terrorífico que el oído humano puede soportar. El problema era que tercero de BUP había terminado, y Carolina —que ya no decía te quiero al colgar el teléfono— se había largado de Madrid hasta septiembre, sin hacer el esfuerzo de averiguarme la dirección concreta donde escribirle ni un número al que llamar. Ya nos veríamos a la vuelta, decía, necesitaba tiempo, y tiempo iba a tener porque iba a ser el verano más largo de mi vida.
Había obtenido un permiso para no volver al colegio hasta mediados de octubre, ante mí tenía enormes promesas de aventuras en junglas y mares tropicales, había entrado en la expedición Ruta Quetzal de 1993 que organizaba Miguel de la Quadra-Salcedo y, sin embargo, todo me daba completamente igual, el verano entero se me hacía ya el limbo del reo en el corredor de la muerte, que aguarda su ejecución y aún espera un indulto milagroso.
Compré un cuaderno grueso y me dediqué a llenar las páginas escribiendo cada día tres o cuatro cartas a Carolina, con la intención de mandarle el cuaderno entero al final del verano, como si el grosor de tantas cartas acumuladas fueran una demostración de amor que ameritara un indulto.
Embarqué junto a trescientos chavales de varios países en A Coruña, para cruzar el Atlántico hasta Guatemala en un barco. De ahí seguiríamos en camiones hasta la selva Lacandona, y llegaríamos en canoa hasta Chiapas, México, por el río Usumacinta. En aquel barco viajaban medallistas olímpicos del 92 que nos daban clases de todo tipo de deportes, catedráticos de biología que hablaban de las plantas que encontraríamos, ornitólogos, y algunos escritores conocidos que no se mezclaban con los expedicionarios y parecían estar de vacaciones.
Yo me lesioné un pie en la primera clase de judo, y pasé a tener demasiado tiempo libre, que por supuesto dedicaba a escribir cartas a Carolina, cada vez más largas, más desesperadas y suplicantes. Una mañana, mientras escribía en un rincón apartado, descubrí una cubierta a la que no teníamos acceso los expedicionarios. Allí retozaba en una tumbona un hombre de pelo gris, con un bastón, un taparrabos y una gran cicatriz en su vientre donde se le embalsaba una mezcla turbia de crema derretida y sudor. Le reconocí en seguida, le había oído hablar en la televisión y sabía que era un experto en las cosas del querer. Le hice llegar a través de un marinero que limpiaba la cubierta una notita que decía: “señor Gala, tengo problemas de amor”. Antonio Gala leyó la notita con sorpresa, y dio orden al marinero para que me facilitara el paso a su cubierta privada.
A partir de entonces, pasé diez días hablándole a Gala de Carolina todas las mañanas, mientras cruzábamos el océano. Le pedí que enviara mi inmenso cuaderno de cartas a Carolina en cuanto volviera a España, pues no me fiaba del servicio de correos guatemaltecos y él volaba de vuelta a Madrid nada más llegar a puerto. Gala, que observaba con curiosidad mi afición a escribir, me propuso un trueque: yo le escribiría unas líneas para su artículo de El País Semanal y a cambio, él me dictaría una carta para Carolina. Había una condición: tenía prohibido mandarle ese cuaderno interminable de cartas lloronas. Era preferible mandar una solo, dijo, corta y certera. Yo tenía varias hojas de sellos, todos iguales, en los que salía una locomotora verde. Al ver tantas locomotoras juntas, Gala me consiguió un sobre grande y me hizo forrarlo entero de locomotoras, con decenas de sellos. Solo dejé un pequeño hueco en blanco para poner la dirección de Carolina. Después me dictó el contenido, que no podía ser más simple y conciso: “yo te estoy queriendo a ti / con la misma violencia / que lleva el ferrocarril”. Una vieja copla flamenca, aclaró.
Gala se llevó la carta, que para mí era el mágico conjuro al que fiaba mi vida. Después de ese día no supe más de él, me impidieron la entrada a esa zona donde charlábamos sin ninguna explicación (años después supe la triste razón: Alfonso Ussía, que también iba en ese barco, le previno a De la Quadra-Salcedo sobre nuestros encuentros y decía gracias a él me había salvado de que Gala me metiera mano).
Si le llegó a Carolina aquella carta no lo sé. A la vuelta de aquel viaje tuvimos una cita que duró el tiempo justo para decirme que lo nuestro había acabado. En cuanto se dio la vuelta empecé a llorar, con hipo.
Babelia
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