Aquel verano de... Mariang Maturana: un tiempo que fue mejor
La ‘podcaster’ conocida como ‘La quinqui’ reivindica el Mediterráneo y sostiene que las vacaciones son más atractivas en el planteamiento que en la realidad
Soy de tensión baja; no me lo he pasado bien en verano jamás. Eso para empezar.
Para continuar, además de hipotensa soy mediterránea. Pero mediterránea de verdad, nacida a dos kilómetros del mar, quiero dejar constancia de esto por escrito porque, en los tiempos que corren (con la Eurocopa recién ganada a los guiris y tal), hay mucho mesetas por ahí autodenominándose mediterráneo, y así no funcionan las cosas.
Para mí el verano nunca ha sido ir a ningún sitio, sino volver.
Para mí el verano también es el mar, y el mar es lo más parecido a la patria que conozco; no me puedo imaginar otro sitio donde vivir que no sea al lado del Mediterráneo. A día de hoy soy una exiliada voluntaria del verano porque hay un porcentaje ingente de alemanes e ingleses que piensan lo mismo que yo y la benidormficación del resto de Levante se postula como inevitable.
Que en España la ingesta de helados se dé durante todo el año y la de gazpacho quede relegada a escasos meses es un tema que también me quita el sueño; creo vehementemente que no es más que otra derrota en casa frente a los europeos de PIB alto. Y no vengáis con lo de que se necesitan productos de temporada para el gazpacho... ninguna de las personas nacidas después del euro tenemos ni idea de a qué sabe un tomate de verdad.
Dejando eso a un lado, entiendo el verano como una de esas cosas que son mucho más atractivas en el planteamiento que en la realidad —como la universidad—, también como una de esas cosas que con el tiempo las recordaremos mejor de lo que realmente fueron —como la universidad—.
El componente aspiracional siempre ha sido más fuerte que el vacacional durante estos tres meses, primero gracias al mass media con sus historias de amores de verano; y luego, a los anuncios de Estrella Damm.
Además de aspiracional, el verano es asfixiantemente melancólico. Como detractora de la cultura de la nostalgia y del rédito que se saca de esta, me molesta siquiera pensar lo que estoy a punto de escribir, pero empiezo a creer que es verdad lo de que cualquier verano pasado fue mejor. Echo de menos vacaciones que ya casi ni recuerdo, echo de menos vacaciones que ni viví —no puedo echar de menos el verano del 81 en Nerja si para cuando vi por primera vez Verano Azul ya había muerto de verdad Chanquete, pero qué bien se lo tenían que pasar el Piraña y Tito sin mirar si los helados llevaban aceite de palma—.
La ilusión por el verano se pierde, al igual que la ilusión por la Navidad, y las dos pérdidas son igual de apáticas. Pero, mientras que la segunda es un lugar común del que hablas con tus amigos —con quienes dejasteis de ser niños juntos—, reconfortándoos los unos a los otros diciendo que es normal, que la ilusión por la Navidad se recupera cuando tienes hijos, la primera es silenciosa, densa e irreversible.
Las vacaciones de verano eran un momento místico y liminal, durante tres meses el tiempo era infinito y la percepción del mismo se rompía; si a los 11 años me hubieran dicho en junio que iba a cumplir los 18 ese mismo agosto, me lo habría creído, porque yo era una niña que iba al colegio y no hay forma más efectiva de despegar de la realidad a un niño que va al colegio que quitándole saber qué día de la semana es. Fuera de esa realidad podía ocurrir cualquier cosa.
Ahora lo máximo que puede ocurrir es que suene la flauta y tu colega que se ha pillado las mismas semanas que tú te invite a un catamarán, aunque no creo que como sociedad podamos aguantar mucho más tiempo la mentira de que estar en un barco es divertido.
Hablando de cosas que no son tan entretenidas como parecen, en 1997 David Foster Wallace se subió a un crucero y escribió “cada día tengo que llevar a cabo más elecciones acerca de qué es bueno o divertido, y luego tengo que vivir con la pérdida de todas las opciones que esas elecciones descartan”. Yo estoy en su mismo barco —nunca mejor dicho—, pero ahora mismo me lo paso mejor teorizando sobre la anécdota que ejecutándola, y no me molesta cargar con el peso de las opciones descartadas, sobre todo cuando esas opciones realmente nunca llegaron a ser viables a causa de incompatibilidad de horarios y presupuestos entre amistades.
El verano en la ciudad es tanático y pesado, una especie de período de entreguerras en el que todo se vacía y lo más parecido al mar que puedes ver en el horizonte es la sensación del asfalto derritiéndose bajo un sol que cae a plomo porque, desde hace unos años hasta ahora, parece que estamos en una carrera contrarreloj para exterminar los árboles y privatizar la sombra.
Pero bueno, que eso no nos quite la posibilidad de tener un verano de película… de Abre los ojos de Amenábar, concretamente.
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