La importancia del final de los libros: esos cuerpos textuales al borde del precipicio
La artista y escritora Camila Cañeque falleció en febrero dejando un libro póstumo que, casualmente, trata sobre los finales: de los libros, de las otras cosas de la vida y de la vida misma
Lo más importante de un texto es esto: el comienzo. Se sabe en cualquier taller de escritura o en cualquier redacción de periódico. Dice la sabiduría popular que el primer párrafo es el último que se escribe y al que más vueltas se le da. La primera frase es la que tiene que cogerte de las solapas y zambullirte en el texto para siempre. Puede ser un billete para la eternidad. “Durante mucho tiempo, me acosté temprano…”. “En un lugar de la Mancha…”. “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos…”. Pero... ¿qué hay de los finales?
La artista Camila Cañeque, nacida en Barcelona, estuvo mucho tiempo estudiando los finales de los libros y, en paralelo, de las otras cosas de la vida, que es un continuo acabarse. Y escribió un libro sobre este asunto, titulado La última frase, publicado por La uÑa RoTa. Quiso el destino que al finalizar este libro sobre finales, también finalizase su vida: Cañeque falleció el pasado mes de febrero, a los 39 años, de manera súbita, mientras dormía. El libro estaba acabado. “En una coincidencia trágica, este libro fue lo último que vio. Estaba trabajando en él, dejó el ordenador, se fue a dormir y falleció”, señala Carlos Rod, el editor.
Las últimas frases de los libros son el material que fue recopilando Cañeque en sus últimos años, casi como una obsesión, y que vertebra su obra póstuma. “No recuerdo cuándo empezó mi atracción por las últimas frases. En un ejercicio de fetichización inconsciente, abrir un libro significaba ir directamente al final, buscar su cierre”, escribe. Al principio solamente las miraba. Luego empezó a hacerles fotos. Las descargaba en el ordenador, las releía. “Las últimas frases estaban cargadas de un extraño magnetismo, eran como cuerpos textuales posando en el borde de un precipicio”, observó la artista.
En su libro, ensartadas en reflexiones fragmentarias, se recogen 452 últimas frases. La primera es “Amén”, de la Biblia. La última frase del libro La última frase es “Vale”, de El Quijote. Por en medio hay muchas. “Entonces el aeroplano dio la vuelta y empezamos a perder altura”, de Mirando al sol, de Julian Barnes. “No inventamos nada, ahí queda eso, sí, sí, sí, sí”, de Economía libidinal, de Jean-François Lyotard. “Esto he grabado en la montaña, y mi venganza está escrita en el polvo de la roca”, de La narración de Arthur Gordon Pym, de Edgar Allan Poe.
“En la literatura hay comienzos memorables, son los que fijan la personalidad del libro y dan sentido a todo lo que viene después, se estudian en cualquier instituto”, dice el editor Rod, “pero las ultimas frases parecen sin sustancia, no parecen tener esa fuerza y esa consistencia que nos ayudan a recordarlas”. Aunque en el libro de Cañeque, entreveradas en su relato, parecen hallar nuevos significados y explorar nuevas dimensiones literarias. Y hay finales que sí son famosos. “¡Proletarios de todos los países, uníos!”, acaba el Manifiesto Comunista de Marx y Engels. “¡No me dejen tan triste!”, termina El Principito, de Saint-Exupéry. “De lo que no se puede hablar hay que callar”, finaliza el Tractatus de Ludwig Wittgenstein.
El Ulises de Joyce acaba con el célebre monólogo de Molly Bloom, cuyos últimos compases son estos: “… y el corazón le latía como loco y sí dije sí quiero Sí”. Hay finales curiosos, algunos banales, algunos poéticos. “Esperá que me termine el pitillito”, en Rayuela de Julio Cortázar. “Y al día siguiente no murió nadie”, en Las intermitencias de la muerte, de José Saramago. “Siempre me ha encantado tu nuca”, en Gótico carpintero de William Gaddis. “Y a mí no se me pudo poner dura” en Factótum, de Charles Bukowski.
Extraños patrones
Cañeque encuentra patrones en las últimas frases con la misma solvencia que un adicto a las conspiraciones. Encuentra, por ejemplo, mucha lluvia: “La lluvia cae silenciosa, despacio”, en La mirada indiscreta de Georges Simenon. “Al final, bajo un cielo entristecido, comienza a llover”, de Reflexiones para jinetes, de Franz Kafka. “Y volví al hotel bajo la lluvia”, en Adiós a las armas, de Ernest Hemingway. Además de la lluvia abundan en los finales otros elementos acuosos, como los mares, la nieve o el llanto. “Y lloró, al fin”, acaba El camino, de Miguel Delibes.
Además de clasificarlas, Cañeque pone “a bailar” a las últimas frases, las mezcla a la manera surrealista, y surgen nuevos significados. A veces parecen pequeños poemas, otras veces pequeños relatos. “Me reconfortaba sentir el peso de la pistola en mi bolsillo / El aire estaba lleno de música / Ignorando los gemidos de mi estómago vacío, me puse el rifle bajo el brazo y me arrastré hacia a la abertura de la ventana más próxima / Volví a ponerlo en su sitio y seguí cantando / Como si no pensara en nada / ¿Dónde te metiste?”. Este pequeño texto está formado por últimas frases de diferentes libros, sin conexión entre ellos.
Cañeque reflexiona largamente sobre las últimas frases, creando pequeñas teorías. Dice, por ejemplo, que las últimas frases no son lo mismo que el final, que está vinculado a la trama, sino que su importancia radica en lo que implican, más que en su contenido. Ahí acaba todo. Non plus ultra. “No se trata de su calidad, sino de su mera existencia”, escribe Cañeque. Es una “guinda simbólica” sin la que “el andamiaje no se sostiene, se tambalea y se pierde”. No hay que tener solo destreza para empezar a escribir, sino también para dejar de hacerlo. La autora, según recuerda su editor, había trabajado sobre temas como “la ausencia, la inactividad, la crítica la sobreproducción”, dice Rod. “Ahora estaba pensando en torno a esa necesidad que tenemos de ponerle finales a las cosas”.
El gran final de todo es la muerte. En esas partes del libro donde prima la anécdota autobiográfica, Cañeque narra su interés por los finales de las vidas, cuando vivía cerca del cementerio parisino de Père-Lachaise y, al cruzarlo, siempre se paraba a mirar los entierros. Cuando vivió en Brooklyn, su habitación estaba encima de una funeraria donde también se orquestaban los finales de las vidas. Reflexiona Cañeque sobre la muerte, en esas líneas que ahora parecen instalar una extraña profecía donde solo hubo maldita casualidad.
“Pero esto se acabó: el veneno me consume, me abandonan las fuerzas, y se me cae la pluma de las manos; hasta el odio con que te miro lo siento desmayar, y me muero”. Así acaban las Cartas persas de Montesquieu. Y esta es la última frase de este artículo, que, como todo, también se acaba.
Babelia
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