Niñas “cerezas” y mujeres corrientes: el exilio olvidado
Las memorias infantiles de Aurora Correa, una de las niñas de Morelia, y el ensayo ‘Nosotras, las refugiadas’ redibujan un exilio siempre masculino y politizado
Hay heridas históricas, alejadas kilómetros de tiempo, que se olvidan recordando. O que se recuerdan olvidando. Y ese doble hilo de zurcir memorias es el que Aurora Correa enhebró en la aguja de los recuerdos para levantar un mundo perdido: su infancia en el exilio. La vida de una niña de la República que nunca había salido de su casa de Barcelona y que, con siete años, se vio embarcada en un trasatlántico rumbo a México para escapar de los bombardeos de esa guerra que habían montado los mayores. Iban a ser unas vacaciones de unos meses, nada más. Pero se convirtieron en 11 años sin ver a sus padres, de internado en internado. Un infierno de hambre, malos tratos, tristezas y piojos en compañía de casi quinientos españolitos con el pelo rapado y alejados de sus padres y sus casas. Los llamaron “los niños de Morelia”. Y esa vivencia del exilio menor late ahora con una mirada poética en Cerezas (Torremozas), las memorias infantiles de Aurora Correa. Porque todo empieza con un cerezo.
Aquel cerezo, entre las conejeras y el gallinero, se erguía en el patio de la casa barcelonesa de Aurora. La niña –traviesa, soñadora; especial– se acercaba cada mañana y cada atardecer a coger cerezas. Las besaba. Les hablaba. Se las ponía de pendientes. Comía su pulpa roja. Enterraba sus huesos en el calvero del pinar de una casa sin estrecheces donde se hablaba de cuentos de hadas y se creía en los Reyes Magos y en la lucha de clases.
Fin del bucolismo.
Una tarde en la que Aurora estaba subida al cerezo, comenzaron los silbidos histéricos de las bombas que despanzurraba un avión y su eco cruel: las sirenas de alerta y los gritos del barrio. Así acabó para Aurora el huerto y el barrio, las ramblas dominicales, los veraneos en la Barceloneta, el entierro de la sardina y la noche de San Juan. Así acabaron los vítores republicanos, el odio a los fascistas, la angustia de los bombardeos con olor a refugio. Así empezaron para Aurora esos dos tiempos que ella narra en estas páginas con voz poética, profunda y llena de un amor doloroso con regusto a fado ambivalente: la infancia luminosa del cerezo; el recuerdo sombrío de las cerezas conservadas “en el jardín-sarcófago de la nostalgia”.
Dice Nuria Capdevila-Argüelles, catedrática en la Universidad de Exeter, editora del volumen, experta en las voces del exilio menor y autora del estudio introductorio, que en estas páginas late algo común a otros niños de Morelia: “El ansia por no perder los pocos recuerdos que se traen de España, la frustración ante el encierro, el dolor ante la derrota que les van contando, el exilio de los padres. A todos les duele España como si fuesen noventayochistas pero también les duele México. Amor y odio hacia las dos patrias e identificación plena solamente con una: la del exilio”.
Basta con tres estampas.
Primero, la llegada de aquellos que la prensa mexicana anunciaba como huerfanitos españoles salvados de morir en la guerra. “Si los recibimientos en Burdeos, La Habana, Veracruz y Ciudad de México fueron apoteósicos, Morelia nos recibió como a entrañables hijos adoptivos”, cuenta Aurora Correa, que evoca aquella romería de amor trashumante: un delirio de ternura con la primera noche en un antiguo refectorio de religiosas enclaustradas que daba la bienvenida a cientos de españolitos hambrientos.
La segunda estampa es la muerte de un amiguito de Morelia. Se llamaba Francisco. Se agarró a un cable de alta tensión pelado que lo electrocutó. Murió fulminado. En el ataúd, con la gorra puesta para disimular la descarga que había quemado su frente, lo envolvieron con la bandera republicana. En el cementerio le esculpieron un monumento con un puño en alto y una inscripción que lo perpetuaba como víctima de los fascistas. Un niño, un rayo, y la politización hasta su final.
La tercera estampa es cruel. Aurora se meaba por las noches. “Pasaban revista cada mañana y cuando encontraban mojada la cama nos obligaban a darnos un regaderazo con agua fría, mientras en el patio se formaban dos filas de niñas frente a frente, y nos hacían pasar en medio para recibir la paliza educadora. Incluso mis amigas más queridas se ensañaban golpeando mi cuerpo”, escribe. Pero un día Aurora se rebeló. Vio que en las filas del terror una niña sostenía un palo. Que iba a pegarle duro. Ella se paró en medio de la fila de zurradoras y le dio una patada entre las piernas. Ya nunca jamás se orinó. Ya no perteneció más al club de las meonas. Pero como no hay cuento feliz en Morelia, aquella niña y unas secuaces se vengaron de Aurora. Una noche la trasquilaron, pegaron chicles en los despojos de sus cabellos y embarraron excrementos en su cráneo. Más bien eso era el internado de Morelia. Un poco cárcel. Un poco manicomio. Un poco claustro de convento. Un poco cuartel o academia militar. Un reino del desarraigo muy lejos de las tortillas de patatas, los besos maternos y las cerezas: el paraíso perdido.
Igual sucedió, subraya Nuria Capdevila-Argüelles, “con otros colectivos de niños españoles exiliados, entre ellos los 4.000 niños vascos que fueron enviados a Reino Unido. Otras naciones como Rusia y Bélgica también recibieron niños españoles”. Niños atravesados para siempre por el miedo y por el recuerdo que engendró el trauma de la separación familiar y la pérdida de las raíces. Eso convirtió a Aurora Correa –que no visitaría España hasta 1968, y que falleció en México en 2008 a los 78 años– y también a otras escritoras del exilio menor, como Carmen Castellote, Nuria Parés, Angelina Muñiz-Huberman, Francisca Perujo, Tere Medina o Adriana Merino, en “ansiosas buscadoras de representación propia en la palabra escrita y en la poesía, países en los que encontrar acogida y abandonar el exilio en aras de la búsqueda del yo”.
Conchita y 90.000 nadies más
Ese impulso por ampliar la mirada sobre el exilio español lo comparte otro ensayo reciente que marca un punto de inflexión. Como explica su autora, Alba Martínez, que dedicó una tesis a las experiencias de las españolas refugiadas en Francia tras la Guerra Civil, “la historia del exilio republicano español ha sido, hasta hace poco, una historia de grandes nombres, de intelectuales y políticos”. Una historia conjugada en masculino que solo concedió algunos huecos a mujeres de leyenda: Dolores Ibárruri, Federica Montseny, Victoria Kent. Pero ¿qué fue de las mujeres sin nombre para la posteridad?
A ello ha dedicado Nosotras, las refugiadas. Género, identidades y experiencias de las españolas refugiadas en Francia (1939-1978), publicado por la editorial Comares. Es un viaje emocional a través de cartas, diarios íntimos, memorias y entrevistas orales al corazón de las vidas de las alrededor de 90.000 mujeres que han sido entendidas como “acompañantes” de los varones en el exilio a Francia. Mujeres corrientes como Maruja, Chari, Joaquina, Carmen, Adela, Soledad. Nombres sin apellido ilustre como Encarnación, Antonia, Isidra, Nieves, Clementina, Concepción. El exilio de las nadies; el exilio contado desde abajo. Sus historias cotidianas, entre lo público y lo privado. Sus intimidades, sus frustraciones, sus dificultades en campos y refugios, sus luchas para lograr el estatuto de refugiadas, sus ilusiones más allá de lo puramente político, que es lo que siempre ha dominado los relatos del exilio.
Por ejemplo, la vida de Conchita Ramírez, que cruzó a Francia con dieciséis años. Marchó de España con sus padres y hermanos. Acabó en un pueblito perdido a la vera de Burdeos. Y se casó con un comunista francés de la Résistance que había combatido en la Guerra Civil y pudo salvarse de su internamiento en Auschwitz. Esa es la épica del exilio. Pero el diario íntimo de Conchita perfila el contorno de lo que supuso el exilio para tantas españolas corrientes.
Conchita anotó su trabajo de limpiar las “largas, anchas y sucias galerías” de un hospital militar. Consignó sus domingos en el cine cuando era soltera. Y describió la felicidad inicial del matrimonio a los 22: “Gaby es muy bueno y cariñoso. La casa, con poco dinero y mucho amor, hemos conseguido que sea un bonito nido”.
Pero las cosas fueron cambiando.
Conchita relató la dureza de coser collarones para los caballos. “La badana húmeda cogida con pinzas que retengo entre las piernas y así coso, siempre frío con esta humedad que moja la ropa, además el tinte de la badana penetra en la piel de mis manos y en las uñas y ni con reja se quita: ¡Qué pena siento! ¡Qué triste situación! Si no fuera por el cariño de Gaby no soportaría todo esto”, confesaba en su diario.
Luego vinieron las privaciones y los disgustos. La tristeza alegre del primer hijo. Los domingos aletargados en casa. El aburrimiento insoportable. Tantos años de desdichas cotidianas. Y un segundo embarazo con final de posguerra: “Estoy harta, son muchos años de sufrimientos y miserias y no veo el fin. Y, para terminar, estoy encinta de casi dos meses. ¿Cómo podría tener un niño ahora? Así que decidí abortar”. Una píldora le hizo expulsar el feto. “Y ya está –escribió–. Si no se puede, no se puede”.
Eso, una vida. Multiplicada por 90.000: todo un mundo inimaginable de mujeres extraordinariamente corrientes. Las cerezas enterradas del exilio.
Babelia
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