Viajes imaginarios en bicicleta estática
Me gustaba viajar a las ciudades que sonaban bien al oído, nombres cuyas sílabas podías pasearlas con la lengua por toda la boca como se degusta un licor
Me gustaba viajar a las ciudades que sonaban bien al oído, Alejandría, Siracusa, Berlín, Shanghái, Nairobi, San Pedro de Atacama, la isla de Pascua, nombres cuyas sílabas podías pasearlas con la lengua por toda la boca como se degusta un licor. Era la primera condición para moverme de casa, que el nombre de la ciudad fuera bebible. Antes para viajar sacaba el billete de avión, hacía la maleta y me iba a comprobar físicamente qué clase de belleza existía en el interior de la eufonía de ese vocablo. Ahora solo accedo a esos bellos lugares de este planeta pedaleando en la bicicleta estática.
Según una de las paradojas de Zenón, el veloz Aquiles nunca podrá alcanzar a la tortuga porque cuando está a punto de sobrepasarla ella está un poco más allá, ya que el espacio que recorre Aquiles hay que dividirlo siempre por la mitad hasta el infinito. De hecho, este héroe ni siquiera puede mover un pie. No sucede lo mismo con la bicicleta estática, que estando apalancada en el suelo puede ir a todas partes.
Comienzo a pedalear y aparece en el horizonte la isla de Rodas y accedo a ella sin ninguna dificultad. Contemplo su luz dorada. Las barcas con el pantoque color de rosa entran al atardecer en el puerto de Mandraki de regreso de la pesca. Desde lo alto de las columnas que adornan la bocana una pareja de gamos recibe y despide a los turistas que agitan las manos desde la cubierta de los cruceros. Antiguamente por aquí pasaban los trirremes griegos y romanos, las huestes de Solimán el Magnífico y los ejércitos de los templarios. Para conocer bien una ciudad lo mejor es no viajar nunca a ella y mantenerla siempre en el deseo. Aquella vez era invierno y los gatos dormían al sol sobre los recalentados capós de los coches.
Un terremoto derribó al famoso coloso de Rodas en el 226 a. C. Después del seísmo, el coloso permaneció varios siglos tumbado en el suelo sin que nadie osara ponerlo en pie de nuevo por ser un mal presagio. Con el tiempo fue desguazado y convertido en calderos y otros utensilios de cocina.
Sigo pedaleando en la bicicleta estática y sin otra ayuda que mi voluntad llego a Nueva Orleans, una ciudad que huele toda ella a perfume de flor carnosa, a nubes de alcohol azucarado. Me detengo para que pase un entierro seguido de una orquestina de negros que tocan trompetas y tambores. Louis Armstrong canta: When the Saints Go Marching In. A su paso salen de todas las cantinas unos caballeros y se quitan el sombrero. Dejo atrás el embarcadero de Misisipi y la música que brotaba del Jackson Brewery, me adentro en el barrio francés y en el cruce de Bourbon Street me viene a la memoria todo lo que he leído de Mark Twain, de Truman Capote y de Tennessee Williams. Recuerdo la camisera sudada que llevaba Marlon Brando en el tranvía llamado Deseo. En efecto, Deseo era un barrio donde vivían polacos guapos y violentos. El tranvía tenía su parada en la plaza de Armas.
Llevo media hora pedaleando para aliviarme de la ciática y ahora en el cementerio viejo de Praga entre las mohosas lápidas busco la tumba del rabino Löw, envuelta en hojarasca podrida. Este lugar es un vestigio del viejo gueto junto a la sinagoga de Pinkas entre cuyas vigas del artesonado duerme el muñeco Golem, un talismán al que los judíos acuden para librarse de todos los males. Cruzo en la bicicleta estática el puente Carlos para subir al castillo y bajar luego hacia en centro de la ciudad vieja por la calle Jan Neruda en busca de todos los aposentos en los que vivió Kafka. Inútil tratar de encontrarlos. Con las ruedas de la bicicleta estática acabo de aplastar un escarabajo.
Decenas de miles de ñus en la explanada Masai Mara de Kenia buscan a un héroe que les dé valor y confianza para atravesar el río Mara en busca de los verdes pastos de Serengueti. En el paso más estrecho esperan los cocodrilos. Un centenar de ñus se alinean junto al héroe y de repente se arrojan al agua, en cuyo bullicio de espuma asoman las dentelladas que sueltan los saurios. Con la bicicleta estática puedo saltar fácilmente el río en medio de la lucha a muerte.
En Jerusalén los tres dioses monoteístas se están matando entre ellos. Suenan a la vez ambulancias, furgones de policías y plegarias, campanas y salmos. Jerusalén, conciencia ensangrentada de Occidente. Viena del subconsciente y de la tarta de chocolate Sacher, cuyo interior contiene el bigote de Hitler. Viena de los cafés con grandes espejos, donde suenan violines desmayados y las mujeres de Klimt, chapadas en oro, llamaban a un camarero elegante y extremadamente viejo. Shanghái del hotel Cathay y los monjes ciegos del templo del Buda de Jade. Los gorilas de Ruanda. San Petersburgo y la olla podrida de la literatura de Fedor Dostoievski. Cuzco. Fez. El desierto de Atacama, la isla de Pascua. Media hora ha durado la sesión de hoy. Me apeo de la bicicleta estática y camino un poco mejor. Parece que estoy saliendo de la ciática.
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