Hoteles, embajadas, arqueológicos: cositas de escribientes
En Exarquia aún hay protesta y revuelta, espíritu transgresor, pero a su modo también es puro glamur y está al borde de ser una pijada como ya lo son Malasaña o el Trastévere
Desde la terraza del hotel se disfruta una panorámica de Atenas que, en plano cenital, es una manta blanca. En un extremo se alza la acrópolis; a lo lejos, el Partenón parece una construcción de juguete. Me siento como Zeus-Laurence Olivier en la Furia de titanes de Harryhaussen: el dios manipula figuritas humanas sobre un círculo. Al descender de las alturas, Atenas tiene otros colores quemados por el sol, desgastados, olorosos. Los coches invaden calles estrechísimas que llegan a Monastiraki con sus comercios de telas enrolladas y apiladas. Me gusta el abigarramiento, pero también el equilibrio octogonal de la Torre de los Vientos. Gatos de Plaka y Mercado Central. La luz es tan incisiva que las fotos salen como veladas. Las turistas llevamos gorrito y miramos a los sintecho de Atenas que en las novelas de Rodrigo Rey Rosa son reencarnaciones de sofistas. No hay estilización, sino respeto por seres humanos en la época de la devaluación de la justicia social. De Rey Rosa, Bolaño escribió: “Leerlo es aprender a escribir”.
Rodrigo nos prepara a Sara Mesa y a mí una visita al Museo Arqueológico. Nos acompaña el escritor y helenista Pedro Olalla —su última obra es Palabras del Egeo—, y con él compartimos el gozo de aprender mirando. Al contemplar una obra de arte, algo nos toca la fibra más allá de las razones, pero disponer de contexto y conocimiento incrementa los placeres.
Es un privilegio y como seres privilegiados recorremos las salas —algunas cerradas por falta de personal— y admiramos la sonrisa de korai y kouroi; los lirios rojos del fresco de la primavera datado en el siglo XVI a.c.; los calendarios de Venus en forma de sartén —muescas, aperturas vaginales, olas y vientos—; el broncíneo Poseidón de Artemisio, cuyo control sereno de un perdido tridente encarna una idea del arte ajena al esfuerzo. En otra sala, un niño jinete con la musculatura tensa monta su velocísimo caballo. También Venus se quita la sandalia para darle un golpazo a Pan que se está poniendo pesadito. Dos escritoras y dos escritores visitan un Museo Arqueológico. Me coloco en el lugar de ese renovado Zeus populista al que lo popular le parece Instagram y noto lo gordos que caemos. La entrada al Museo Arqueológico debería ser más barata, pero zapatillas, móviles-pepino, conciertos de Taylor Swift, supuestamente menos elitistas, resultan muchísimo más caros. En casa del embajador de España, un comensal apunta que los ricos en Grecia son humillados a hacer cola en tiendas de lujo. Respondo que me parece muy bien. En el Museo Arqueológico no hay cola. Quizá ignoramos qué es el lujo.
Para curarnos en salud de acusaciones de exclusividad —embajadas, arqueológicos, cositas de escribientes—, comemos en Exarquia, barrio de los anarquistas. Allí hay monumentales grafitis anticapitalistas, cines al aire libre, tabernas, editoriales y librerías como Polyglot donde Konstantinos Paleologos presenta su excelente traducción de pequeñas mujeres rojas. En Exarquia aún hay protesta y revuelta, espíritu transgresor, pero a su modo también es puro glamur y está al borde de ser una pijada como ya lo son Malasaña o el Trastévere. Fui a Atenas invitada por LEA, festival literario. Kostas, el taxista festivalero, me explica que la palabra “taxi” proviene del griego y me hace una revelación: “Yo no necesito trabajar. Soy rico”. Pienso que está de broma. “Tengo 30 apartamentos en Atenas. Mi renta mensual es de 20.000 euros”. Llagados sofistas paupérrimos en la plaza Síntagma, ricos aspiracionales haciendo cola, revolucionarios enlatados, taxistas que trabajan por deporte, lujo silencioso del auténtico poder. Cefalea y taxi son palabras que vienen del griego. Utopía y distopía también.
Babelia
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