Tafanario, ‘ostentóreo’, ‘dormisquear’…
La invención de etimologías, la intuición sobre ellas, es tan entretenida como iluminadora
Los miércoles comparto espacio radiofónico con Àngels Barceló y Manuel Delgado. El otro día, hablando de sombras, comprendí que me interesa el significado de las palabras desconocidas ―tafanario, martingala― y, a la vez, busco el reverso de las que conocemos más de la cuenta, presuposiciones y música ambiente: democracia, libertad, europeísmo, pueblo soberano… También me fascinan los neologismos ―no necesariamente los anglicismos adaptados―, la invención de etimologías y el empleo de acepciones posibles para palabras que tienen, en realidad, otras acepciones: cuando era pequeña y jugaba con mi vecina a nuestras aventis particulares, tragábamos botes salvavidas para prevenir la muerte por vía oral antes de enfrentarnos a aventuras peligrosas y saltábamos al Tercer Mundo con nuestro traje de astronauta porque el Tercer Mundo no era esa nomenclatura políticamente incorrecta para aludir a los lugares pobres y abandonados de la mano de Diosa, a las geografías esquilmadas por la explotación, la hambruna y las guerras, territorios sobre los que se aplica el Betadine de la caridad, sino que el Tercer Mundo era algo parecido a Marte. La confusión no es tan descabellada…
Un ejemplo de neologismo impresionante fue el ostentóreo de Jesús Gil, palabra centauro, palabra sirena, que funde lo ostentoso con lo estentóreo para nombrar artefactos, conductas, formas de vida, como los del propio Gil. En mi casa, inventamos el verbo dormisquear, que define los sueños en superficie, el esnórquel onírico inducido por el lorazepam, y mi madre reivindicó el término dineroso, de raíz quevedesca ―”Poderoso caballero es don Dinero”―, que podría describir a personajes como Cristiano Ronaldo, que tiene dinero y es ostentoso; o a perfiles poco nítidos, como el del actual propietario del BBVA, que no tiene nombre, que son muchos nombres o corporaciones o vaya usted a saber qué. Auténtico poder. Auténtico dineroso. Hemos comprobado que el neologismo de mi madre estaba recogido en el DRAE.
La invención de etimologías ―la intuición sobre ellas― es tan entretenida como iluminadora: yo pensaba que el asombro procedía de la ausencia de sombra, de sin sombra, igual que el amoral era el sin moral, diferente del inmoral, que niega una en particular. Sin embargo, ese origen y esa significación eran discutibles, si colocamos el asombro al lado del alumbramiento, que no tiene que ver con la falta de luz, sino con la salida hacia la luz. Así, el asombro, según Corominas, nace del susto de los caballos cuando eran metidos en las caballerizas, empujados hacia la sombra en la que acaso identificaban figuras amenazantes. Hacia la sombra y sin sombra se solapan, y descubrir con miedo o en lo oscuro son formas de conocer.
Luego, está el afilador. El chiflo del afilador se cuela por mi ventana y yo me escondo dentro del armario entre los abrigos. El chiflo del afilador me hacer recordar relatos de fantasmas. La literatura se me mete en la vida y mis cuchillos se quedan con sus filos mellados en los cajones. Las ficciones colonizan nuestro cuerpo igual que las posibilidades morfológicas de las palabras, aisladamente, inciden en nuestra morfología humana. Por último, están las chispas, los resortes automáticos que surgen de lo más profundo de nuestro mapa cerebral: ¿champú? de huevo; ¿manso?, cordero; ¿la Lola?, se va a los puertos… Ratificamos la importancia de jugar a la rayuela, la rima y el torbellino de la música en nuestros pensamientos. Sus enigmas.
Palabras y lenguaje no son mundo paralelo ni excusa para no habitar la realidad. Realidad es una palabra que rellenamos con significados nunca inocentes. No toda la realidad es lenguaje, pero jugar con el lenguaje puede ser un modo de intervenir la realidad.
Babelia
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