El optimismo de la voluntad
Hay lectores que exigen que les pidas perdón y otros a los que solo puedes darles las gracias. Voy a la Feria del Libro y no soy masoquista
Llevo quince años firmando en la Feria del Libro de Madrid. Este año han solicitado mi presencia catorce librerías a las que les doy las gracias. La feria es un lugar amable y odioso. Recibes baños de humildad que no te hacen falta porque tú ya vienes humilde de casa, o más que humilde vienes hecha polvo y con temores que se cumplen cuando una señora hojea tu libro, no te ve, y le dice a su acompañante: “Esto no me lo leo ni de coña. Tiene frases de cinco líneas”. El corazón se te encoge al hacerse realidad tu pronóstico sobre la anorexia lingüística, el al pie de la letra, y vuelves a preguntarte por qué nos empeñamos en escribir eso que antes se llamaba “literatura” y ahora está en proceso de metamorfosis kafkiana.
El elemento comercial inherente a cada feria se hace visible cuando damos los precios de libros que no hemos escrito o aportamos argumentos estéticos y conciliadores a la orden de: “A ver, véndeme tu libro”. A la escritora no le importa hacerse minúscula al lado de Irene Vallejo, porque después una excelente librera le regala una botella de aceite de oliva —el aceite de oliva lleva detector antirrobo en los supermercados—. El aceite va con nota como los ramos de flores. Durante los ratos de soledad pones cara de no estar pidiéndole nada a nadie. Paseo por el Retiro sintiéndome intrusa. Muchos firmantes me resultan desconocidos. Miro las colas que se forman frente a gurús del no hacer montañas de granos de arena. Cuánta sabiduría. Cuánta bondad. Qué miedo.
Esta ferianta pide perdón por las palabras extrañadas y el atrevimiento de añadir un sumando más a la suma de columnas de feria. Hay lectores que exigen que les pidas perdón y otros a los que solo puedes darles las gracias. Voy a la feria y no soy masoquista. A la incomodidad de vivencias que me lleva a verme como una dinosauria —”una ancestra”, me dijo un escritor; “una momia”, respondí yo con la mejor de mis sonrisas— añado placeres vanidosos que me convencen de que conversamos a través de las palabras de la literatura. Existe un espacio de interlocución y esperanza. La nota, que acompaña al aceite, es una declaración de confianza y afecto. Tengo lectores traumatólogos que me piden firmas de Clavícula y futuras lectoras de doce años que acuden seducidas por el título Monstruas y centauras: piensan que es un relato fantástico.
Una lectora veinteañera se acerca con una timidez que me da ganas de abrazarla. Grandes y pequeñas mujeres rojas. Carmen, roquera, trabajadora, lee y escucha la SER. Miguel trae un montón de libros para que se los firme. Juanita es lectora reincidente: la recuerdo porque se llama como se llamaba mi abuela. Un hombre, con gorrita de béisbol, se aproxima y no le hago caso porque creo que mis lectores no pueden llevar gorrita de béisbol. Me equivoco. Mira el mostrador una muchacha con aspecto hippy, preparo el bolígrafo, ella pasa de mí. No existe correspondencia entre las fisonomías imaginarias de quienes nos leen y la realidad.
Un chico apunta: “Leo tus novelas como si fueran pipas”. Es un elogio que me pone los pelos de punta. O quizá este lector es verdaderamente extraordinario. Me parto de risa. Hay personas que te dan razones para defender el optimismo de la voluntad que nos lleva a escribir. Hay quienes nos esperan. Por eso mi sonrisa en la feria es de verdad. Cada año regresamos para ponerles cara a esas personas sin las que la acción de la escritura no tendría sentido.
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