La vergüenza de no ser un cascabel
Diversas investigaciones corroboran que en España los factores sociales y económicos se encuentran asociados a la frecuencia de muertes por suicidio. El tema me preocupa
Cuando a la madre de un suicida le preguntan: “¿Cómo lo hizo?”, ella se revuelve. No soporta el morbo. Precisamente del morbo, del regodeo pornográfico y de cualquier arrebato esteticista huye la serie documental, producida por RTVE Play y dirigida por Conchi Cejudo, Suicidio, el dolor invisible. No son pocas las imágenes que podrían haber sido trabajadas apelando a nuestra zona oscura y a ese sentimiento de superioridad que nos lleva a relamernos con el padecimiento ajeno: nos sentimos a salvo y hemos crecido con narraciones mitificadas de la angustia, el cuerpo y la vida interior de quienes se suicidan. La cabeza en el horno de Silvia Plath, Gerard de Nerval se cuelga de una farola de París, Alfonsina y el mar…
En esta serie, acaso por su vocación de servicio público, tampoco se hace sensacionalismo de la seducción del relato: no se explota la textura fantástica del Triángulo del suicidio, zona entre Priego de Córdoba, Iznájar y Alcalá la Real. Se le quita toda aura de misterio al topónimo estigmatizador. No hay agua mala ni un clic dentro del cerebro te induce a acabar con tu vida. Solo olivares, soledad, trabajos duros, represiones públicas y privadas. En este documental, nuestra retina pornográfica no se complace en el primer plano del brazo de la chica de las cicatrices, que se castiga por sus imperfecciones y decanta el dolor en sustancia adictiva para la relajación: si no me corto, no conseguiré tranquilizarme. Dolor ansiolítico. Las cicatrices generan empatía hacia una joven que nunca quiso dejar de vivir, sino que intentó aplacar su sufrimiento. Igual que Zahara, que utilizó la música como expresión del grito y pura cordialidad: con sus canciones tiende hilos que le permiten exorcizarse y, a la vez, inicia una conversación con dolientes. Las personas con padres, hijas, amigos suicidas también necesitan contar y encontrarse.
Clara Usón, reformulando a Camus y Pavese, escribió que el suicidio es un asesino tímido. La escritora apela a la premeditación del suicidio como asesinato autoinfligido. Personal y voluntario. Pero incluso las conductas suicidas que nacen de un trastorno de la personalidad apuntan hacia problemas sociales: un dolor particularísimo se agiganta ante el gota a gota de la violencia estructural, discursiva, el tabú, la percepción de que no hay futuro, la desmemoria que fragiliza los vínculos fuertes —afectivos, políticos, históricos—.
Diversas investigaciones corroboran que en España los factores sociales y económicos se encuentran asociados a la frecuencia de muertes por suicidio. Sin cinismo ni tremendismo, el tema me preocupa. La pandemia recrudeció esta negrura cuyo daño se agudiza por la vergüenza de sufrir esta oscuridad como si la condición humana solo fuese alegría y la angustia debiera invisibilizarse para no amargarles la existencia a quienes disfrutan de una posición sin demasiadas fricciones históricas y socioeconómicas, y te llaman imbécil si sufres. Poner el dedo en la llaga del suicidio y reivindicar el relato de las fragilidades no implica compartir un modelo educativo sin tolerancia a la frustración. Al contrario. Tampoco vivimos en un mundo lacrimoso ni impostadamente frágil, sino en uno en el que las contradicciones se clavan en los cuerpos más vulnerables que, además, se sienten aplastados por el discurso positivo.
El bombero Sergio Tubío Rey, desde la experiencia de haber atendido a más suicidas que a víctimas de incendio, confeccionó un protocolo de intervención; en el documental señala que casi lo peor que le puedes decir a alguien que quiere suicidarse es que la vida es maravillosa y que piense en su familia. Lo han hecho mil veces y al dolor se suman el retraimiento y la vergüenza de no ser un cascabel.
Babelia
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