La hora de las salamandras en el solsticio de fuego
La liberación de un puñado de los preciosos anfibios tras consumar su metamorfosis coincidió con San Juan
Como tenía que soltar a las salamandras, en plan Liberad a Willy pero a otra escala, pensé que qué mejor ocasión que por San Juan, en el solsticio de verano, dada la legendaria relación de esos anfibios con el fuego. Se les atribuyen a las salamandras muchas cosas extravagantes (como que preservadas en miel y mezcladas con la comida constituyen un poderoso afrodisíaco), pero la más destacada, es sabido, es lo de su capacidad para no quemarse e incluso de extinguir el fuego. También tiene coña que el más famoso en sostenerlo, Plinio el Viejo (Historia Natural, Libro X, capítulo 67), muriera en la erupción del Vesubio que sepultó Pompeya… Afirmaba Plinio que la salamandra es tan intensamente fría que apaga las llamas como lo hace el hielo, así que es probable que el sabio no hubiera tocado una salamandra en toda su romana vida.
En fin, decía que tenía que soltar a mis salamandras, lo que merece una explicación. Las había recogido de una charca en Viladrau en su estado larvario, que es acuático, y han residido en casa hasta hacer la metamorfosis y convertirse en copias en miniatura de la salamandra adulta que todo el mundo conoce, negra y amarilla (aposematismo, se llama: rasgos llamativos de los animales venenosos para alejar a los depredadores). El pacto —conmigo mismo— es que las saco de la charca, que acostumbra a secarse, lo que condena a las larvas, y las devuelvo al mismo sitio tras ofrecerles un hogar temporal de acogida. Hago esto, que hoy es visto casi como un delito (y sin casi, porque las salamandras son una especie protegida), desde hace muchos años (cuando empecé tenía la edad aproximada de Gerald Durrell en Corfú, y también metía culebras de agua en la bañera), y me he convertido, sin pretenderlo, en un especialista en estos anfibios: hasta soy capaz de sexarlas, si se dejan.
Y no lo digo yo, lo de que sepa bastante de ellas: es algo que pueden atestiguar las propias salamandras, de las que tengo una tasa de supervivencia altísima que ha llegado en este último episodio de cría al 100%. Efectivamente, las siete larvas que extraje de la charca, con medios tan rústicos como un bote de pelotas de tenis, un recipiente de plástico de galletas Krit de Cuétara (krititas) y un colador de cocina, han sobrevivido todas para su reintroducción. Su cuidado ha requerido inutilizar prácticamente uno de los lavabos de casa, convertido en nursery de salamandras con dos terrarios, uno acuático y semi (con una piedra plana para que puedan subirse al realizar la metamorfosis, pues en el agua se ahogarían) y otro completamente terrestre, con tierra y musgo, al que son trasladadas cuando el cambio está consumado ya. Añádase recipientes para las pequeñas presas de las que viven mis queridos urodelos, provisiones de agua mineral, vegetales decorativos, y diversos adminículos para suministrar comida a los especímenes, además de una conspicua biblioteca de consulta presidida por el indispensable The genus Salamandra, de Seidel y Gerhardt (Chimaira, 2016).
Mis salamandras, aunque no sé si ellas son mías o yo de ellas, vista la servidumbre a la que me obligan, pertenecen a la subespecie franco-catalana Salamandra salamandra terrestris, que es la que hay en el Montseny y es distinta a otras de la península como s.s. almanzoris, fastuosa o morenica, aunque con todo esto de las especies hay bastante lío. A mi la denominación que me encanta es la que recibe la genérica salamandra común (Salamandra salamandra) en inglés: fire salamander, salamandra de fuego, que parece de la vieja salamandrología e incluso de la alquimia. Lo que nos devuelve a San Juan.
La fiesta del solsticio estival siempre ha sido mi favorita desde adolescente, por el romanticismo de las verbenas y por la lectura precoz, producto de los fracasos sentimentales juveniles de las dichas verbenas, que me dejaban mucho tiempo libre, de La rama dorada, de Frazer, uno de mis libros de cabecera pese a su obsolescencia (1922, la versión abreviada de casi 900 páginas). En San Juan, 24 de junio y su víspera, se celebra oficialmente el nacimiento de san Juan el Bautista (hubiera sido un gran Día de la Danza), que bautizó a Jesucristo y perdió literalmente la cabeza por Salomé, no está claro si un día de verbena. Pero en realidad, cuenta Frazer, la festividad lo que hizo fue superponer un barniz cristiano a toda la serie de celebraciones solsticiales paganas en Europa, que se celebraban con hogueras. La idea del fuego y los festivales ígneos, claro, es devolverle la fuerza al sol en ese momento crítico en que llega a su culmen y empieza su declive, reencender la llama por así decirlo. En la Provenza se escogía a un chico como rey para presidir la fiesta. El mozo era seleccionado por su habilidad de cazar picamaderos, pájaros carpinteros, probablemente por la asociación de estos, cuyos machos tienen el cogote rojo, con el sol (y el staccato de su picoteo con los petardos, añado). Más interesante es que algunas hogueras se encendían para ahuyentar dragones, criaturas relacionadas con el fuego como las salamandras, y que se creía que por San Juan estaban más activos. Frazer menciona una tradición según la cual los “dragones perniciosos”, excitados por el calor del verano, “copulaban en el aire y envenenaban los pozos y los ríos al caer en ellos su semen”: hay que ver lo entretenida que es La rama dorada. Por San Juan también salían las brujas y la hermandad del lobo verde, por suerte ésta sólo en Jumièges, Normandía.
Así que el pasado San Juan, 24 de junio, salimos de excursión por la tarde mi hija Rita, su pareja Ramón, el bebé de ambos de un mes, Mateo, las salamandras y un servidor rumbo a la charca de Can Batllic, donde Rita, entonces embarazada y yo las habíamos recogido el 30 de marzo. Mateo, acurrucado en una mochila, no parecía enterarse de mucho, pero seguramente más que en su anterior visita a la charca. Me gustaba la idea de que viniese porque era como cerrar el círculo: las larvas se habían metamorfoseado y él había nacido. Todo seguía su curso natural, que ahora culminaría con la liberación de las salamandras en un día tan propicio a las criaturas de fuego. En el camino vimos dos liebres, saludadas con alegría por mis acompañantes, así que me abstuve de comentar que Frazer cuenta que se creía que las brujas se transformaban en estos animales (más incluso que en gatos) y que por eso se los solía quemar en las hogueras solsticiales. Llegados a la charca, junto a la vieja masía de 1724 que guarda tantos recuerdos, procedí a darle dos vueltas (alguna ceremonia hay que inventarse) y extraje a las pequeñas salamandras de su miniterrario de viaje, procediendo a dejarlas entre la vegetación alrededor del agua. No podría decir si reconocieron su lugar de nacimiento como larvas (las madres salamandras paren vivas a sus crías depositándolas en el agua), pero enseguida desaparecieron en el terreno, disolviendo su pequeño esplendor en la hierba.
Me embargó una gran tristeza, al cabo llevábamos tres meses de convivencia, algunos amores de verbena me duraron menos. ¿Qué sería de ellas? De las salamandras digo. Más allá de esa melancolía, el acto no tenía ningún componente dramático, por mucho Frazer que le echara. Entonces vi que mi hija había reservado la última salamandra para soltarla ella y la colocaba en la palma de la mano ante los ojos oscuros y muy abiertos de su hijo. Anfibio y bebé parecieron mirarse como si compartieran algo que a los demás se nos escapaba. El sol, ya muy bajo, salió entonces de entre las nubes y un resplandor rojizo pareció incendiar a las dos criaturas. Fue un momento mágico. No sé qué va a significar en la vida de Mateo, pero no todos los niños tienen de madrina a una salamandra, ni el destino les regala por San Juan un bautismo de fuego.
Babelia
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