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La última bruja de Salem recupera su honra

Elizabeth Johnson Jr. es rehabilitada 329 años después gracias a la iniciativa de un grupo de estudiantes de bachillerato de Massachusetts

A witch trial at Salem, Massachusetts
Litografía del juicio de las brujas de Salem, en Massachusetts, de 1692.The Granger Collection / cordon press
María Antonia Sánchez-Vallejo

Mientras en Estados Unidos siguen cayendo estatuas de esclavistas y negreros, se van apagando también los rescoldos de las hogueras en las que ardieron mujeres acusadas de cometer hechizos y supercherías. En la enésima revisión de la historia para rehabilitar a las víctimas, el más reciente episodio concierne a la última bruja oficial de Salem, el gran proceso celebrado en la colonia inglesa de Massachusetts (hoy el Estado homónimo de EE UU) entre 1692 y 1693. Gracias a la iniciativa de una profesora de secundaria y un grupo de alumnos de Andover, localidad del condado donde también se ubica Salem, su espíritu podrá vagar tranquilo. Los entusiastas estudiantes iniciaron el proceso de rehabilitación en 2020 y lograron convencer a la senadora demócrata por Massachusetts Diana DiZoglio, que hizo suya la causa e impulsó el indulto, anunciado la semana pasada.

Han tenido que pasar 329 años para que el nombre de Elizabeth Johnson Jr. quede definitivamente limpio. Era la última de las brujas de Salem que no había sido rehabilitada y aunque se libró de morir en la horca, su existencia quedó sepultada bajo el peso del estigma hasta que murió a los 77 años, una longevidad inédita entonces. La mujer, que según los historiadores mostraba signos de inestabilidad mental y era soltera y sin hijos —indicios todos ellos de brujería en la época—, se declaró culpable ante el tribunal de inquisidores, al que arrastró a casi 30 miembros de su extensa familia, como si la brujería fuese contagiosa o hereditaria, o ambas cosas al tiempo. Junto a ella fueron juzgadas su madre, varias tías y su abuelo, un pastor de la iglesia. Este la definió ante los jueces como una persona simple, “en el mejor de los casos”, según el historiador Emerson Baker, autor de un libro sobre el megaproceso. Simple equivaldría muy probablemente a diferente según la cortedad de juicio de los jueces en esa etapa supersticiosa y precientífica.

El hecho de no haber tenido descendientes la privó de quien reivindicase su buen nombre, como sucedió con el resto de acusadas. El primer intento se produjo recién iniciado el siglo XVIII. Luego, en los años cincuenta del pasado siglo, Massachusetts aprobó una ley para exculpar a los condenados, pero la iniciativa no logró recopilar todos los nombres. Otro intento de hacer justicia en 2001 la dejó fuera porque la habían dado formalmente por muerta —ejecutada— tras ser declarada culpable en 1693. La histeria social contra todo lo que se salía de la norma, contra el mínimo ejercicio de albedrío, fue implacable contra las mujeres, como recuerda la obra de teatro homónima de Arthur Miller o su adaptación por el dramaturgo a la pantalla grande, en 1996, además de recientes secuelas. Un material muy atractivo para la creación artística, que en la vida real fue solo oprobio para quien lo sufría y motivo de escarnio de los puros.

Ilustración del juicio a dos de las brujas de Salem, en 1692.
Ilustración del juicio a dos de las brujas de Salem, en 1692.The Granger Collection / cordon press

Salem fue más que un proceso por brujería. Fue un exorcismo colectivo alimentado por una inquisición puritana que hundía sus raíces en la paranoia y la xenofobia, según los historiadores. Un auto de fe gratuito, que desencadenó los peores instintos: el miedo, además de la humana condición de echar la culpa a otros de desazones propias. Al menos 172 personas fueron encausadas en el proceso en 1692. Alrededor del 35% confesó su culpabilidad y se libró de la horca, quedando reservado el cadalso para cuantos se empecinaron en reivindicar su inocencia; una veintena, según las fuentes. El resto de los detenidos fue absuelto o condenado a prisión. Un espantajo colectivo en el que no resulta difícil adivinar la amenaza posterior del Ku Klux Klan. Cuesta no pensar qué hogueras habrían ardido hoy, en la pira de las redes sociales y de la polarización extrema.

La gran caza de brujas de Salem ofrece una posible relectura en clave de género. Se non è vero è ben trovato, como sugiere el adagio. Brujas, como las de Salem, o como la mujer de La letra escarlata, la novela de Nathaniel Hawthorne, convertida en película en los cincuenta, demonizadas por salirse del carril. El puritanismo de la sociedad dominante contra cualquier tipo de heterodoxia o verso libre, contra rebeldes con o sin causa que en muchos casos fueron diana por una vestimenta exótica para los estándares puritanos o por atreverse a beber en una taberna, un sacrilegio para la moral de la época. No resulta difícil trazar una línea recta desde el capirote de una bruja en la horca hasta la cofia blanca de la criada de la novela de Margaret Atwood: mujeres demonizadas, cosificadas, convertidas en chivo expiatorio de malestares más profundos.

Además de la de género, otros historiadores subrayan la dimensión socioeconómica del proceso: la acendrada desigualdad, junto con el racismo, el pecado original de Estados Unidos desde mucho antes de la declaración de independencia. Los juicios se cebaron en los más vulnerables de una sociedad colonial, durante un periodo de inestabilidad económica que desató la rivalidad entre las familias de Salem. Una sociedad impregnada de conflictos interpersonales, muchos de ellos derivados de la competencia por los recursos, según el historiador Edward Bever. Para sobrevivir valía todo, de la agresión física a la amenaza, la maldición o el insulto. Una de las primeras acusadas, Sarah Osborne, fue una pobre viuda que se atrevió a reclamar para sí las tierras de su esposo, desafiando las leyes naturales, consuetudinarias, que otorgaban la herencia a los hijos. La acusación de brujería puso fin a su reivindicación. Otra fue Tituba, una esclava indígena, desviada de la norma por sus orígenes raciales. Sarah Good también era pobre, pero se defendía de las humillaciones de sus vecinos, y eso la llevó al cadalso; su hija, Dorothy Dorcas Good, fue la víctima más joven de Salem: detenida con solo cuatro años, pasó ocho meses en prisión.

En algo no ha cambiado la historia desde entonces: las mujeres vulnerables pagan el precio de circunstancias ajenas a su control. Que los puritanos de la época considerasen a las mujeres —las herederas de la maligna Eva— proclives a tentaciones como el deseo de posesiones materiales o la satisfacción sexual fue solo un factor añadido. Pobres, sin hogar y sin hijos, esas mujeres a la intemperie de la moral dominante fueron carne de horca. Pero Elizabeth Johnson Jr. no solo logró salvar su vida, también, 329 años después, su honra.

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