La charca de las salamandras
Una pequeña expedición para salvar larvas de anfibio en un solitario rincón del Montseny
Así como Annie Dillard, la poetisa estadounidense, tiene un arroyo (Tinker Creek), del que extrae muchos de sus más hermosos pensamientos, imágenes y versos, yo tengo una charca. Ni siquiera es una charca permanente sino estacional: hay agua cuando llueve y se mantiene mientras las condiciones ambientales no hacen que se seque, lo que suele suceder de manera recurrente durante el año. Es difícil que alguien lo pueda considerar un lugar extraordinariamente bello o sublime, en el sentido de Edmund Burke (aquello que tiene el poder de hacernos evocar y de destruirnos), pero, en fin, no somos responsables de los espacios a los que nos une el destino. Por ejemplo, quien le iba a decir al vikingo Harald Hardrada que estaría para siempre vinculado a seis pies de tierra inglesa (donde lo enterraron con una flecha en la garganta) o a Karen Blixen que en nuestro recuerdo nunca saldría de las colinas de Ngong (que por cierto viene del masái “manantial de rinocerontes”, ahí queda).
Mi charca —si la puedo llamar así, con el posesivo, dado que en realidad no es mía para nada— está en un embudo de tierra bajo una encina junto a los campos de la vieja masía de Can Batllic en el término municipal de Viladrau, en el Montseny. Llevo más de medio siglo yendo a visitarla y sentándome a su vera como Wordsworth en Glencone Bay, en estado de ánimo pensativo, con la dicha de la soledad (aunque sin bailar, figuradamente, con los narcisos como el poeta, entre otras cosas porque cerca de mi charca no hay narcisos, si acaso algún humilde diente de león y algún jacinto silvestre). La gracia del sitio, que sin eso sería aburridísimo, incluso para Wordsworth, es que camuflado allí bajo la encina e inmóvil como un francotirador soviético (mi indumentaria sobre el terreno es muy parecida a la de Vasili Záitsev en lo peor de la batalla de Stalingrado) puedo observar, si hay suerte, la fauna del lugar: conejos, zorros, corzos (recientemente), un tejón que acude a comerse los frutos de una higuera vecina, una lechuza que reside cerca. Una vez vi una jineta. También en una ocasión en que me encontraba adormecido leyendo poesía —”la belleza que nace del rumor del murmullo”— me pasó muy cerca una enorme culebra bastarda (se llama así, no es que la esté insultando). Salí despavorido. Seguro que Wordsworth también hubiera huido, y hasta Lord Byron, tan valiente, hubiera puesto pies en polvorosa, aunque era cojo.
La propia charca, cuando tiene agua, está llena de vida (zapateros, renacuajos). Y sobre todo, en primavera y otoño, cuando crían las salamandras, puedes encontrar allí sus larvas, que son acuáticas. Durante años, a veces con amigos que ya se han ido, he capturado alguna y la he mantenido en casa —alimentándola con pequeños insectos y trocitos de jamón dulce clavados en un palillo— hasta que completaba la metamorfosis (se hacen terrestres y se convierten en pequeñas miniaturas de sus padres), para después liberarla junto a la charca.
El otro día visité el sitio con mi hija. Fuimos con la esperanza de ver al tejón o a algún otro de los habituales del lugar. Pese a que ya tiene una edad y la he decepcionado en muchos aspectos de la vida, Rita mantiene una fe inquebrantable en mis habilidades de naturalista. Es el resultado de haberla impresionado de pequeña en incontables excursiones al campo, un poco como Konrad Lorenz con los patitos, que lo seguían como a su madre pata (y eso que Lorenz fue nazi). De niñas las llevaba mucho a ella y a su hermana a pasear por el bosque (una vez descubrí que Berta iba tirando miguitas de pan). En esto, no hacía sino seguir el consejo del capitán Scott a su mujer en su última carta, cuando estaba muriéndose de frío a 70 grados bajo cero en su tienda de campaña de vuelta del Polo Sur derrotado: “Haz que el chico se interese en la historia natural, es mejor que los juegos” (lo hizo: Peter Scott, 1909-1989, fue un gran ornitólogo, además de fundar el WWF y diseñar el logo del panda, y mira que debes tener pocas ganas de salir de casa cuando tu padre ha dado tal ejemplo de fracaso en la Antártida).
Llegamos tarde a Can Batllic, básicamente porque en este formato de expedición paternofilial, como hemos hecho siempre, tratamos de caminar sin hacer ruido, en la más pura tradición del jungle lore de Jim Corbett y Kenneth Anderson rastreando tigres devoradores de hombres en la India. Y además vamos parando para identificar huellas y otras señales de animales, escudriñar en el bosque, reconocer cantos de pájaros y recoger plumas. Quiero creer que quien nos viera pensaría que éramos Chingachgook y Uncas, los últimos mohicanos, padre e hijo, o al menos Tom Sawyer (crecidito) y Becky camino de la cueva de McDougall. En Can Batllic, nos apostamos en una loma, estirados sobre la hierba, y recorrimos con los prismáticos los campos mientras caía la tarde. Yo rezaba en mi interior a los espíritus de la naturaleza, las ninfas o quien estuviera por allí, para que nos fueran propicios y viéramos algo, por mantener mi ascendiente sobre Rita al menos en algo. Pero no apareció nada. Es que ni un jilguero. Anochecía. Temiendo que la excursión iba a ser un fracaso, propuse echar un vistazo a la charca antes de irnos.
Después de meses completamente seca, por fin había algo de agua. Nos agachamos a mirar. ¡Y ahí estaban las larvas de salamandra! Con gran alivio y satisfacción vi como una enorme sonrisa se dibujaba en la cara de Rita. Desde luego es mucho mejor ir con ella que con Wordsworth o Thoreau. Tras confeccionarnos un somero equipo de pesca de urgencia (un botellín de agua mineral recortado, el pequeño frasco de mermelada vacío para recoger muestras que llevo siempre en mi curtido macuto de naturalista), nos lanzamos al viejo ritual de capturar algunas larvas —muy posiblemente para salvarlas: la sequía no ha acabado y la metamorfosis dura unos dos meses— con una alegría que tendía un puente sobre los años. Estudié de reojo a mi hija que parecía volver a ser una niña, y yo mismo me sentí con fuerzas de hacer muchas cosas de las que ya me creía incapaz, como de no desilusionarla. Éramos repentinamente felices en la charca bañados en la oscuridad por el fulgor de las linternas de los móviles. Reíamos, había un eco raybradburyano en el aire, de magia y de nostalgia. Nos mojamos y nos pusimos perdidos de barro, yo tenía las manos heladas —había tratado de atrapar con ellas las larvas—. Observé a Rita alzar con gesto triunfante el frasco en el que nadaba una pequeña cría de salamandra. Se había quitado la chaqueta y bajo la luz blanca destacaba su vientre redondeado de embarazada. Pensé en la otra pequeña criatura en su interior y en esos otros misterios de la vida en los que mi hija se adentraba y en los que yo no podía seguirla. Caí entonces en la cuenta de que en aquella charca, en medio de las tinieblas que se habían apoderado del mundo, en la burbuja de luz y, sí, amor, que troquelaba las ramas de la encina como si estuviéramos en las páginas de un cuento de hadas, no éramos solo dos, y alguien más se sumaba ya a la dorada excursión de las salamandras.
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