Al tigre le irrita la llamada del leopardo
Se publica en castellano ‘La sabiduría de la jungla’, el libro en el que Jim Corbett, famoso cazador de devoradores de hombres, plasmó su enorme conocimiento de la naturaleza de la India
Sabíamos que al tigre le fastidian soberanamente los monos, los osos y sobre todo los cachorros de hombre que además de aprender la Ley de la Jungla saben usar el fuego. Pero muchos desconocíamos que le irrita oír la llamada del leopardo.
Lo explica este otoño de tigres (tenemos también El embrujo del tigre, de Sy Montgomery) Jim Corbett en La sabiduría de la jungla (Jungle Lore, 1953), uno de sus libros más maravillosos, recién publicado en castellano por Ediciones del Viento. La traducción es del propio editor, Eduardo Riestra, un inveterado fan de Corbett que ya publicó Mi India, otro libro en el que el mismo autor de Devoradores de hombres de Kumaon y El leopardo devorador de hombres de Rudraprayag (sobre el diablo moteado que se comió a 125 personas) contó, como en el que aparece ahora, sus vivencias más personales.
El coronel Jim Corbett (Naini Tal, India-1875-Nyeri, Kenia, 1955) mató a lo largo de su vida, echándole conocimiento del medio natural y un valor de aúpa, a una docena de peligrosísimos tigres y leopardos asesinos que habían hecho la vida un infierno en amplias zonas del norte de la India comiéndose durante sus sanguinarias carreras a la friolera de un millar y medio de personas. Hoy nos puede parecer aberrante pegarle un balazo a un tigre o a un leopardo, pero estamos hablando de bestias en verdad feroces capaces de meterse en tu casa y sacarte a rastras para devorarte bajo un mango, algo que encontraría molesto hasta el animalista más fervoroso. Cuando Corbett mató a la tristemente célebre tigresa de Champawat, una serial killer listada que se había comido a ¡436 personas!, en el estómago encontraron los dedos de una niña, su última víctima; el cazador los envió a la familia en una botella para que los incineraran con los otros (escasos) restos.
Corbett, al que descubrí en 1977 al citarlo Fernando Savater en La infancia recuperada –hasta entonces solo existía para mí Kenneth Anderson, el amable cazador de devoradores de hombres de la India meridional, el hombre que puso en nuestra educación sentimental los nombres de Sivanipalli, Gummalapur y Studebaker (por no hablar de la plabra machan)-, fue un británico singular nacido y criado en una zona salvaje del subcontinente, en Nainital en el Uttarkhand, al pìe de los Himalayas. De adulto trabajó como funcionario del ferrocarril y comerciante y sirvió en varias guerras (en la I Guerra Mundial mandó un destacamento de indios en las trincheras de Flandes y en la segunda entrenó a los comandos en la lucha en la jungla). De lo que me influyó Corbett da fe el que un día inenarrable bajé de un autocar, no sin antes mirar cuidadosamente a un lado y a otro, en Rudraprayag. Solo en el Tsavo me he sentido tan comestible.
En La sabiduría de la jungla, Corbett explica cómo aprendió desde niño a desenvolverse en la abrumadora naturaleza que le rodeaba. Es la historia de un chico que se llama Jim pero podría llamarse Kim (confraternizaba con los gurkas y los sikhs), un miembro de la capa más baja de los dominantes de la India (su padre era jefe de correos) que absorbe como una esponja la cultura, los conocimientos y las supersticiones de su entorno (siempre creyó que no podía acabar con un devorador de hombres sino mataba antes una serpiente). Como un Tom Sawyer entre tigres, el joven Corbett, el octavo de diez hermanos, huérfano de padre desde los seis años, vive con naturalidad (y valga la palabra) aventuras que nos parecen hoy y aquí únicas y sensacionales. ¡El chaval es que acechaba él a los leopardos y no al revés, e incluso al inmenso tigre denominado el Soltero de Powalgarh! Para atraer a esa fiera a fin de verla –cuando el resto de los humanos correríamos en dirección contraria- el joven Corbett imitó precisamente la llamada del leopardo, que enfada a los tigres y los hace acudir, pues suponen que el primo manchado les está robando una presa. Finalmente lo que llegó esa vez a su reclamo fue una gran tigresa, muy peligrosa (“uno no se puede fiar del carácter de una tigresa ni en los mejores momentos”, escribe Corbett, seguramente sin segundas pues no se le conocen relaciones con mujeres excepto la muy especial que mantuvo toda su vida con su hermana Maggie).
Corbett era capaz de decir por el rastro que había pasado una serpiente por un camino una hora antes de amanecer, que medía ocho centímetros de grosor y que no era venenosa. Lo decimos usted o yo y se nos pitorrean.
Se metía en la selva descalzo y armado solo con un tirachinas (luego con una serie de viejas escopetas de avancarga y finalmente con su rifle). Aprendió a distinguir y a imitar las voces de todos los animales, a reconocer y seguir sus huellas, a entender su comportamiento: la sabiduría toda de la jungla. Y en el ínterin conoció al mariscal Lord Roberts. Corbett era capaz de decir por el rastro que había pasado una serpiente por un camino una hora antes de amanecer, que medía ocho centímetros de grosor y que no era venenosa. Lo decimos usted o yo y se nos pitorrean. Pero resulta que las serpientes ponzoñosas se mueven más despacio y por lo tanto su huella es más zigzagueante que las de las otras, con la notable excepción –y ya es putada si te confías -de la cobra real. También es verdad que cobras reales, que miden hasta cinco metros, hay pocas.
En su libro Corbett explica, entre otras muchas cosas, el combate entre dos tigres y un elefante, la manera en que las nutrias matan a las pitones, el caso de otro tigre que se subió en el lomo de un búfalo y se le fue comiendo vivo dos kilos de carne de la cruz mientras el animal corría despavorido... Cosas sin duda que habrán sido dignas de verse.
Reflexiona Corbett que el miedo es muy útil para aprender. “Estimula los sentidos”. Por ejemplo: es de noche, te parece que algo te ronda y te asustas, pero te fijas en las pistas y descubres que no es un fantasma (en la India un churail) sino un tigre. Probablemente ello no contribuye a serenarte, incluso al contrario, pero es un miedo ya más concreto y siempre está el placer (a veces corto) de haber acertado.
Corbett sahib, como le llamaban, comparte “sin reserva” su conocimiento de la jungla con el lector. Y uno arde en deseos de salir allá afuera a identificar las huellas de un leopardo y a establecer su talla e intenciones. El editor Riestra quiere montar un emotivo viaje a los territorios del cazador -reciclado luego en pionero conservacionista- con visitas incluidas a su casa museo, a los sitios donde mató a sus famosas fieras y al parque nacional que hoy lleva su nombre y en el que enterró simbólicamente sus rifles. Una forma hermosa, ese emocionante viaje, de seguir un viejo rastro.
Babelia
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