Los camaradas arqueros
Melancólico recuerdo otoñal de un viejo grupo de tiradores desaparecidos o dispersados por el tiempo
Ha llegado el otoño a Viladrau como una repentina ráfaga de melancolía y de aquí ya se ha ido hasta el Tato, literalmente. Se han marchado las oropéndolas a donde quiera que se marchen las oropéndolas, los erizos comienzan a dar cabezadas sobre el platillo de comida para gatos y el bosque otrora tan acogedor se llena de bolets, sombras y cosas muertas. Yo he tratado de hacer como si nada, de ignorar la realidad y prorrogar el verano a pesar de la inexorabilidad del calendario. Me he ido a bañar a la piscina del club, ya cerrado. He saltado la valla, he extendido la toalla y he nadado como cada día. Pero es imposible negar la luz tan diferente, el aire diáfano que proclama la ausencia de las golondrinas y los vencejos, la nueva brisa que riza la superficie del agua y pone la piel de carne de gallina. Así que para sacudirme el estado de ánimo a la baja he vuelto a casa y me he puesto a tirar al arco.
Disparas unas flechas y te animas, sobre todo si aciertas en el blanco, cosa que invariablemente yo hago -y no se tome por inmodestia- pues no en balde llevo la friolera de 47 años practicando. Me es fácil llevar la cuenta porque me compré mi primer arco justo tras ver en el cine Balmes en 1973 Deliverance, de John Boorman, en la que Burt Reynols cargaba uno, y vaya cómo lo usaba. También podía haber optado por el banjo (el otro icono de la película) y mi vida hubiera sido diferente, más como Pete Seeger y menos como Robin Hood: es probable que me hubiera ido mejor. El caso es que tras una primera época autodidacta tratando de atravesar conejos aprendí a tirar de verdad en la federación, me compré mi segundo arco (un Yamaha Ydf 66 monoblock de 38 libras, el que sigo usando, ahora ya vintage, él y yo) y me convertí en un arquero más o menos serio. En la actualidad, como he perdido la mira, hago tiro instintivo, a lo Zen en el tiro con arco (Kier, 1972), el influyente libro de Eugen Herrigel que describió su aprendizaje con Awa Kenzo (1880-1939) el gran maestro de kyudo, el arte marcial de la arquería japonesa, y que tanto ha marcado a miles de arqueros, a veces para mal, como en el caso de Curro Estabanell que se tomó al pie de la letra lo de que no importan el arco, el blanco, la flecha ni uno mismo, con lo cual tirar a su lado, mientras cerraba los ojos, se concentraba en el ombligo y repetía como un mantra “yo soy la flecha”, resultaba harto arriesgado, por no decir la leche.
Entre los últimos libros de arquería que he leído figura por cierto Zen bow, zen arrow (Shambala, 2017), un libro sobre la vida y las enseñanzas de Kenzo a cargo de John Stevens, él mismo discípulo del maestro japonés. Stevens siguió en Sendai los pasos de Herrigel y tras años de desazonadores estudios de las ideas y técnicas de Kenzo (incluida la descorazonadora sentencia “no hace falta un arco para practicar la arquería”) tuvo una epifanía, una iluminación, satori: tras realizar todas las preparaciones rituales, en la posición y estado zanshin exactos, lanzó por fin una flecha perfecta, sin premeditación ni objetivo, y alcanzó el blanco. Dice que fue una sensación “tremendamente erótica” (será por eso que yo persisto). A continuación, bajó el largo arco, lo dejó en el armero, y se marchó del dojo. No volvió nunca a disparar. Para saborear para siempre la experiencia de “un tiro, una vida”. Olé.
Volviendo a mi propio historial de arquero, varios amigos, May, Claudio, Kiko, los propios Tato y Curro, estimulados por mi entusiasmo -y el hecho de que en Viladrau había poco más que hacer: escuchábamos a Melanie y jugábamos largas partidas de Risk- adquirieron también arcos en los setentas y pronto formamos un abigarrado grupo que nos reuníamos para tirar. Al principio lo hacíamos en casas particulares, donde éramos bien recibidos por la novedad, pero la notable falta de pericia de algunos miembros de la banda y algunos episodios lamentables, con flechas clavadas en sitios inverosímiles, hicieron más prudente que fuéramos a tirar a la montaña, en un paraje que constituía un campo de tiro natural bastante seguro (los paseantes lo evitaban) y que bautizamos El cementerio de las flechas, por la cantidad que rompíamos o perdíamos. El arquero más veterano era Pep Bofill, la única persona que he conocido que iba a tirar al arco con traje de tres piezas, fular, petaca y las crónicas de Froissart bajo el brazo. Nos relataba las grandes hazañas de los arqueros ingleses en Crécy, Poitiers y Agincourt, lo que nos inspiraba, pero cuando tiraba todos corríamos a buscar un lugar seguro pues nadie quería acabar como el rey Harold en Hastings (1066), con una flecha en el ojo. O peor aún, como Harald Diente Azul, asaeteado a traición cuando se inclinaba desnudo para secarse frente a una hoguera y al que la flecha le entró por en medio de las nalgas, ay, le atravesó el cuerpo y le salió por la boca.
Componíamos una bonita imagen en aquellos tiempos, un puñado de arqueros alineados tirando envueltos en sueños épicos, amistad y los sonidos del oficio: el tuang de las cuerdas, el uuuosh de las flechas y el plaf al alcanzar el blanco (cuando le dábamos). He recordado los felices días de compañerismo y saeta ahora leyendo Los camaradas arqueros (Molino, 1968), un libro juvenil que encontré de segunda mano y que narra las aventuras de unos niños franceses que montan el grupo con el nombre del título para practicar su deporte favorito. Son unas peripecias a lo Enid Blyton (pero en francés: su autor, muy popular en la época, es Léonce Bourliaguet (1895-1965), un profesor de instituto y escritor juvenil que había luchado en Verdún-. Los chicos -Coqueret, Papafil, Escafignon, Cigalon, Pintadeau y Lin, su resuelto capitán de 12 años, participan en un concurso regional y se enfrentan a los veteranos maduros de los Arqueros de San Sebastián (!), derrotándolos al derribar al Papegay, el tradicional blanco en forma de ave (el Popinjay de la arquería inglesa, véase With a bended bow, archery in medieval and renaissance Europe, de Erik Roth, Spellmount, 2017). Nosotros, aunque habíamos sopesado los de Finsbury Archers, Lancashire Bowmen, Woodmen of Arden y The honourable Artillery Company, no teníamos nombre, pero muy bien nos podíamos haber llamado Les compagnons de l’arc, como los del libro. Ya puesto, a mí me hubiera gustado ser conocido como Gilbert of the White Hand o como el formidable Gilbert Fitz Gilbert de Clare, apodado Strongbow.
Con el recuerdo de mis propios camaradas arqueros, me ha invadido la melancolía otoñal de la que huía. La vieja fraternidad de la flecha se ha deshecho. Algunos han muerto. Desde hace ya mucho tiempo suelo tirar solo, o a veces con Evelio P., Flecha Rota, que, ajeno a la sobriedad de Kenzo y Stevens, lanza como un persa nubes de saetas que la mayor parte de las veces pasan por encima del blanco yendo a estrellarse con ominoso chasquido contra el muro de piedra del fondo del jardín. En uno de esos extraños giros que tiene la cabeza me he puesto a pensar en qué habrá sido de los viejos arcos de mis amigos. Dónde reposarán descordados, destensados, ahítos de flechas y de recuerdos. He tratado infructuosamente de rastrear el de May, aquel bonito arco canadiense que parecía hecho para cazar pumas: me han dicho que lo guarda un sobrino. El mío, mi arco, lo enterrarán conmigo, si hay suerte a bordo de un barco vikingo en llamas. Con estos pensamientos tan animosos he lanzado una flecha excepcional. No porque haya dado en el centro del blanco sino porque ha ido a clavarse en el culatín de otra, en plan Robin Hood, algo que no me había pasado nunca. Pura chiripa, pero las nubes se han abierto y un rayo de sol ha caído sobre los círculos de la diana como una piedra de luz en un estanque, y he dedicado el afortunado disparo a todos los antiguos compañeros. Va por vosotros. His bow was always ready, and he kept his arrows sharp.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.