Vida de monje en los monasterios medievales: más vino que agua, verduras, poco aseo y sufrir sangrías
Un curso de la Fundación Santa María la Real muestra mitos y verdades sobre la existencia de los religiosos en los cenobios románicos, en los que dedicaban seis horas a tareas litúrgicas y cuyas bibliotecas eran pequeñas, con medio centenar de libros
Madrugones, rezar, labores en la huerta, rezar, copiar códices, rezar, curar enfermos, rezar, y todo ello vistiendo un modesto hábito y viviendo en castidad. Esta es la imagen fijada de cómo vivían los monjes en los monasterios de la Edad Media, sobre todo gracias a películas como El nombre de la rosa, que adaptó la novela homónima de Umberto Eco. Sin embargo, ¿era realmente así? ¿Había esas bibliotecas tan grandiosas? ¿Sus condiciones eran misérrimas? Sobre estas y otras cuestiones departieron este fin de semana seis expertos en un curso organizado por la Fundación Santa María la Real en Aguilar de Campoo (Palencia). Si empezamos la visita monástica por el scriptorium, el espacio destinado para copiar libros, y la biblioteca, la catedrática de Paleografía (escritura antigua) y Diplomática (estructura de documentos) Marta Herrero de la Fuente enfrió algo las expectativas: “Sabemos muy poco de cómo eran, y no había scriptorium en todos los monasterios”. Dependía de sus recursos.
“Lo que conocemos es gracias a lo que se producía en esos lugares, los códices y documentos”, añadió Herrero en el curso, titulado El monasterio románico y sus espacios: de lo espiritual a lo material, dirigido por el historiador de arte Pedro Luis Huerta Huerta, que tendrá una segunda convocatoria a finales de julio. “Los libros se guardaban como tesoros, pero en distintos espacios, como se hace hoy en las casas”. Además de en la biblioteca, se podían encontrar “en el altar, en la sacristía; los de materia médica en la enfermería y los de lectura para la liturgia, en el armarium, una especie de hornacina que se localizaba en el claustro”. “Mientras que otros que no se usaban habitualmente estaban guardados”.
Herrero indicó que la media de libros en la biblioteca de un monasterio de los siglos XI y XII podía rondar “los 40 y 50, casi todos litúrgicos”. Así que la que descubrieron fray Guillermo de Baskerville y su fiel Adso en El nombre de la rosa era un fantasía literaria.
En cuanto a los monjes copistas, “solían ser dos o tres y solo se dedicaban a eso”. No se reservaba un espacio específico para el scriptorium, “podía ser cualquier lugar que les viniera bien”. “Normalmente, estaba en una zona caliente para que no sufrieran por el frío las pieles empleadas para los pergaminos”. ¿Cuánto tiempo podía llevarles copiar un códice? “En los colofones [anotaciones al final de los libros] a veces decían lo que habían tardado, que podían ser seis o siete meses, pero hubo casos de hasta dos años, eran libros de 400 folios (800 páginas) que medían unos 40 por 50 centímetros”.
“Eran monjes especializados, sabían latín, tenían conocimientos de gramática y retórica clásicos y debían interpretar textos complicados por sus grafías y abreviaturas. Escribían cuidadosamente con una pluma de oca o ganso que afilaban continuamente con una cuchilla para que no se convirtiera en un cepillo que hiciese las letras gruesas”. El material lo obtenían del monasterio, “como las pieles del ganado, que se rascaban con un cuchillo en el scriptorium para que pudiera escribirse sobre ellas”. Era una tarea dura, si nos atenemos a lo que dejó escrito un monje de Burgos en el siglo X: “La visión se debilita, la espalda se encorva y las costillas y el vientre se aplastan”.
También intervino en esta 25ª edición de los cursos sobre románico el historiador de la Medicina Fernando Salmón Muñiz, quien quiso “atajar prejuicios como que los monjes despreciaban su cuerpo y sufrían con resignación”. “En el espacio monástico, un enfermo era un lastre porque alteraba el funcionamiento del conjunto”. Salmón señala que los conocimientos médicos bebían del mundo grecolatino, de lo que se llamó humoralismo, que las enfermedades se producían por desequilibrios de los cuatro humores que tenía el cuerpo: sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra.
Para prevenir dolencias “se les practicaban sangrías”, podían ser hasta seis al año, de hasta dos litros de sangre, “y todos tenían que pasar por ello”, apostilló el doctor en Historia de arte Pablo Abella Villar, técnico de la Fundación Santa María la Real (que invitó a este periodista). Abella añadió que por la debilidad posterior a la flebotomía se les concedían tres días en la enfermería; y calentitos, porque era una zona calefactada. Encima, se les permitía comer carne (que estaba prohibida) porque su dieta era “a base de pan, verduras y fruta”. Un paraíso terrenal que provocó “casos de monjes que se hacían pasar por enfermos”.
También las reglas prescribían que “había que evacuar semen, pero no hacía falta porque como las sangrías les debilitaban mucho, había menos deseo sexual. Por otro lado, se consideraba que la costumbre hacía la naturaleza, así que al no tener sexo, no se necesitaba”, subrayó Salmón. Cuando un religioso enfermaba de verdad, se le permitía quedarse unos días en su celda, “y si no se recuperaba pasaba a la enfermería”, añade. “Allí, se le daban unas hierbas porque los monjes no tenían conocimientos médicos. Solo cuando el enfermo estaba grave se recurría a un médico, al que se pagaba”. También en esos casos se les permitía tomar baños, lo que en su vida sana era infrecuente porque darse un baño desnudo podía incitar a comportamientos concupiscentes.
Siguiendo con aguas, la arqueóloga Ester Penas González abordó el abastecimiento hídrico de los monasterios. “El agua potable se tomaba de manantiales o de aljibes que almacenaban la de la lluvia”. ¿Bebían mucha agua? “No demasiada, la tomaban en caldos o infusiones, nunca directamente del río; lo que bebían más era vino mezclado con agua”. Esta sí era fundamental en las liturgias, “desde bendecir los muros del monasterio cuando se consagraba, bendecir a los monjes o, a veces, se empleaba para hacer penitencia, pero entonces se metían en agua helada”.
Aunque haya quien piense que todo esto era una vida mortificante, Abella recuerda que los monasterios surgían por donaciones de terrenos y bienes de reyes o nobles porque creían que esas buenas acciones les darían el pasaporte a una vida celestial cuando murieran. “Los monasterios cistercienses eran grandes centros de producción económica. Tenían huerta, granjas, palomares, piscifactorías, molinos... y quienes ingresaban en ellos solían pertenecer a familias pudientes”. Además, los monjes convivían con los llamados conversos, “personal de clase social más baja y que se ocupaba de las tareas manuales”. Esto les permitía dedicar unas seis horas diarias para sus labores litúrgicas.
Sin embargo, por encima de cualquier tarea productiva, el fundamento de sus vidas era consagrarse a Dios a través de la liturgia. El catedrático de Historia del Arte de la Universidad Complutense de Madrid José Luis Senra Gabriel y Galán disertó sobre el peso que tenían “las liturgias procesionales en el interior del monasterio”. Es decir, que los monjes hacían cortas procesiones los domingos y en época pascual en las que recorrían parte del recinto conventual, con paradas en las que salmodiaban.
Senra analizó también la importancia de algunos espacios monásticos, como la sala capitular, “en la que los miembros de la comunidad religiosa dirimían asuntos temporales y donde se amonestaba a los monjes que se habían saltado el reglamento”. Es decir, se les llamaba a capítulo. Y el refectorio o comedor, que con el tiempo, mostraban una arquitectura más grandiosa. “Se comía en silencio absoluto, solo podía hablar el monje encargado de las lecturas bíblicas. Para pedir algo de la comida o la bebida se emitía un sonido”. Esa cadena de sonidos propició “que se desarrollara un lenguaje de signos, precedente del de las personas sordomudas”. “Esto sucedió especialmente en monasterios ingleses, donde llegó a haber un sistema de 360 signos”.
Vincent Debiais, catedrático de Paleografia de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París, habló de las inscripciones funerarias en los monasterios, “algo que los visitantes no suelen tener en cuenta”. “En la catedral de Girona, por ejemplo, hay 444 inscripciones”. “Han sido elementos frágiles porque se han destruido o desplazado. Por cada una conservada, se calcula que 20 han desaparecido”.
Debiais destacó la variedad de tipos de inscripciones sobre las piedras: en prosa o en verso, sencillas (”Debajo de esta piedra descansa...”) o de largos textos porque se recordaban donaciones a esa comunidad religiosa; podían estar en las tumbas o en espacios donde no hubiera ningún enterrado, eso sí, siempre en latín y “formando parte de una red de escritura, no eran mensajes autónomos”.
Para no acabar hablando de difuntos, mejor recordar lo que contó a EL PAÍS la profesora Herrero cuando Umberto Eco estuvo en Burgos y quiso visitar el monasterio de Santo Domingo de Silos. “Le enseñaron unos códices, de algunos de ellos hablaba en El nombre de la rosa. Vimos que no decía nada y nos extrañó. En seguida nos dimos cuenta de que, en realidad, estaba emocionado, casi llorando. Sabía de la existencia de esos códices, pero no los había visto nunca”.
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