La tragedia que se esconde en cada migrante que salta la valla de Melilla
Benito Zambrano conmueve en el festival de Málaga con ‘El salto’, el retrato de un subsahariano que lucha por volver a España, de donde fue expulsado, para estar con su pareja, embarazada
Desde la ladera del monte Gurugú, en Marruecos, se puede ver toda la ciudad de Melilla. Es la entrada a España, a Europa. Aunque, por supuesto, antes, la valla impone su contundencia metálica. Doce kilómetros de frontera, con una altura que va de seis a 10 metros, con zonas rematadas con barrotes curvos que dificultan el salto y otras coronadas por un cilindro antitrepado. Eso, del lado español. Marruecos ha construido otra verja con concertinas (alambre cortante que se retiró del muro español) y terraplenes con zanjas. El año pasado por ahí entraron 166 inmigrantes. Pero en 2022 accedieron 1.135 y antes de la pandemia, en 2019, 4.984. Ellos entraron, otros murieron. El 24 de junio de 2022 fallecieron al menos 24 personas, la mayoría aplastadas o asfixiadas, en una tragedia que resonó por toda Europa. De eso no va, y a la vez sí, El salto, la nueva película de Benito Zambrano, un drama en el que el Gurugú y las avalanchas masivas devoran la parte final de una narración finamente construida y pegada al devenir de Ibrahim, un hombre que lucha desesperado por entrar a España para estar junto a su pareja, embarazada.
“Lo primero es poner a esos migrantes nombres, no quedarnos ni en las estadísticas ni los números”, advierte el cineasta (Lebrija, 58 años), el director de Solas (1999), La voz dormida (2011) o Intemperie (2019). El salto participa, fuera de concurso en la sección oficial, en el festival de Málaga, antes de su estreno comercial el 12 de abril. “El gran problema de la inmigración, y espero que en esto la película sea útil, es que olvidamos muy fácilmente que ellos son personas, con su propio pasado. Que buscan llegar a Europa para ganarse la vida, efectivamente, pero además vienen porque nosotros los necesitamos: realizan los trabajos que no queremos, rejuvenecen una población cada vez más envejecida. El tema es muy complejo porque toca transversalmente un montón de conflictos. Te suelto uno rápido: ¿quién va a pagar nuestras pensiones en los próximos años?”.
Zambrano se embala, subrayando su discurso: “¿Qué va a pasar dentro de 20 años cuando la médica o el enfermero que te atiende te cuenten que si su madre no hubiera llegado en patera o su padre arribado en cayuco nadie te curaría? Y ahora que los hermanos Iñaki y Nico Williams triunfan en el Athletic de Bilbao, ¿nos olvidamos del viaje de sus progenitores?”. Maria Arthuer saltó, embarazada de Iñaki, esa misma valla de Melilla, procedente de Ghana y tras haber atravesado a pie el desierto del Sahara. “Por no hablar de que los seres humanos existimos en Europa porque unos africanos decidieron hace miles de años emigrar”. Zambrano busca en su móvil la reconstrucción facial de Pepita, el esqueleto epipaleolítico con 10.000 años de una mujer de 19 años hallado en una cueva de Nerja: “Queda claro que era negra, ¿verdad? Por Pepita existimos nosotros”.
Ibrahim, el protagonista de El salto, se ha ganado la vida en obras en España. Su pareja, Mariama, está embarazada. Pero Ibra no tiene papeles, ni siquiera está empadronado, y cuando lo detienen por la calle no puede demostrar arraigo. Confinado en un CIE (Centro de internamiento de extranjeros), se rebela para no ser un número más. Acabará deportado a su país, Malí, y volverá a bregar por entrar a Europa, siendo carne de cañón de traficantes de seres humanos que les embarcan en una patera pinchada, y, posteriormente, habitante de uno de los campamentos en el marroquí monte Gurugú, desde que el que se prepara para, en una avalancha, saltar la valla de Melilla.
“El guion es de Flora González Villanueva, que durante el confinamiento vivía al lado de un CIE. De ella es el mérito. Yo investigué por mi cuenta tras recibir el encargo, y confirmé que el trato en los CIE es muy malo, o que es imposible entrar a España de forma regular. Hablando con un experto me dijo que solo hay consulados generales españoles en dos países de toda África que funcionen de verdad para obtener un visado”, explica Zambrano.
Aunque la película navega entre las aguas del drama y del thriller, Zambrano vuelve a su mantra: “Nunca he hecho una película que considere tan necesaria y tan útil como esta. No tengo respuestas para un problema tan complejo, aunque sí sé que en España las cosas no mejoran aunque cambie el partido en el poder, y que, en el otro lado de la frontera, los migrantes subsaharianos sufren un racismo brutal, porque los marroquíes los desprecian, algo que descubrí en la preproducción. Impresiona mucho lo que leí de lo que les hace a esas personas la policía marroquí”. La valla del filme la construyó, en un gran polígono a las afueras de Madrid, “la misma empresa que hizo la de Melilla”; el monte Gurugú se reprodujo cerca del pantano de San Juan, “con pinos muy similares”, y el resto se filmó en Canarias.
El director habla de otras películas españolas cercanas a esta temática, como 14 kilómetros, Adú o Mediterráneo, y confiesa que no ha visto Yo capitán, de Matteo Garrone. La charla acaba con una duda de Zambrano y una certeza: “A ver cómo recibe el público una película española que se narra en varios idiomas con protagonistas subsaharianos. El cine es un arte que se construye desde una gran mentira para contar una gran verdad. Y de todas las artes es, probablemente, la que en menos tiempo y de una manera más potente te cuente una verdad que te llega al fondo del corazón”.
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