Leila Guerriero y las contradicciones de las víctimas de la dictadura argentina
La escritora explica cómo abordó en ‘La llamada’ la narración de la vida de Silvia Labayru, torturada y violada en la ESMA y, después, repudiada por sus compañeros
La llamada que da título al nuevo libro de Leila Guerriero la recibió el 14 de marzo de 1977 un mayor de la Fuerza Aérea y piloto civil a propósito de su única hija. Faltaban apenas unos días para que se cumpliera un año del golpe que instauró la dictadura de la Junta Militar en Argentina y desencadenó una feroz represión. Silvia Labayru, la protagonista del retrato que a lo largo de más de 400 páginas construye Guerriero, era miembro del sector de inteligencia del grupo armado Montoneros, llevaba casi tres meses en paradero desconocido y su padre la daba por muerta. Pero seguía viva, contaba 20 años, la habían detenido embarazada de cinco meses y estaba ya de ocho cuando sonó aquel teléfono. Aún permanecería detenida más de un año, hasta mediados de 1978, en las siniestras dependencias de la ESMA en Buenos Aires, la Escuela de Mecánica de la Armada que se convirtió en centro de detención, muerte y tortura por el que pasaron unas 5.000 personas y del que 200 salieron con vida.
Silvia Labayru sobrevivió y visitó más de 40 años después la ESMA, convertida hoy en Museo Sitio de Memoria, con la cronista más destacada de su generación, columnista y colaboradora de EL PAÍS, autora de libros como Los suicidas del fin del mundo (2005), Opus Gelber, retrato de un pianista (2019), Plano americano (2018) o La otra guerra (2020), con la que mantuvo a lo largo de 19 meses, en plena pandemia, las conversaciones que recoge La llamada, (Anagrama). En 1977 Labayru fue torturada, dio a luz en la ESMA en abril al primer bebé que nació en esas dependencias —su hija Vera, que fue entregada a sus abuelos paternos—, trabajó junto a dos jefes Montoneros en una oficina de los militares y uno de ellos, el teniente Alfredo Astiz, que ya estaba infiltrado en el grupo de las Madres de Mayo haciéndose pasar por un familiar de un desaparecido, la llevó consigo a las reuniones. Aquella operación, comandada por ese oscuro “ángel rubio”, se saldó con el secuestro y posterior asesinato de 11 personas, entre las que había tres madres y dos monjas francesas, en un caso que hizo sonar las alarmas en todo el mundo.
Labayru ha testificado contra los militares en todos los juicios en los que ha sido requerida, y en 2014 fue una de las tres mujeres que presentó cargos por violencia sexual durante su arresto (hasta 2010 la violación no estaba reconocida como delito autónomo). La sentencia a su favor fue dictaminada en el verano de 2021, y para entonces ya llevaba meses desembrollando la historia de su vida con Guerriero.
La periodista llegó hasta Labayru a través de una información sobre ese caso judicial por violación y de un amigo común, el fotógrafo Dani Yako. “Pensé que a Leila podía interesarle”, cuenta al teléfono desde Buenos Aires, y dice que esas dos mujeres son “fuerzas de la naturaleza”, y que, aunque temió perder a sus amigas si aquello no salía bien, vio que congeniaron. La llamada arranca con un asado en casa de Yako y en sus páginas asoma, casi como un afluente, el libro Exilio 1976-1983 que el fotógrafo y su grupo de amigos del prestigioso Colegio Nacional publicaron con las imágenes que Yako tomó de todos ellos a finales de los setenta, mayormente en España. Fotografías —que se exponen estos días en la librería Olavide de Madrid— de Labayru con su hija y de otros niños; del grupo de amigos, entre los que está también Martín Caparrós. Él escribe en uno de los textos que acompañan las fotos de los setenta: ”Nuestras partidas no habían sido fáciles; algunos habían estado presos o desaparecidos, todos cargábamos con la muerte de gente muy cercana. Pero no queríamos hundirnos en el pantano de la víctima, sino buscarnos la vida”. Yako recuerda que aquel grupo “era cerrado y sólido”, y apunta que quizá ahora se abrió una “etapa de comprender lo que nos pasó y lo que nos pasa”.
La llamada, que finalmente Guerriero escribió en cuatro meses, recorre la vida de Labayru desde su adolescencia, marcada por un precoz compromiso político, hasta el momento presente y su regreso en los últimos años a Argentina para retomar una historia de amor que arrancó en el mismo colegio donde entró en contacto con la izquierda radical y donde conoció a ese grupo de amigos. También están sus años en Madrid después de la ESMA, su matrimonio fallido con el padre de su hija mayor, el médico Alberto Lennie, sus siguientes parejas y el hijo que tuvo más de una década después de haber salido de Argentina. “Me costó muchísimo encontrar la estructura, porque las conversaciones con Silvia y con todos sus amigos, parejas, exparejas, etc., fueron muchísimas. Tenía una cantidad de material descomunal”, explicaba el jueves por la tarde Guerriero, recién aterrizada en Madrid desde el verano austral. La clave, añade, se la dio Helgoland, un volumen sobre física que le regaló un amigo. “Cada libro”, asegura la también editora y profesora, “requiere de una textura distinta para ser contado”.
En la descripción, por momentos minuciosa, de sus encuentros con Labayru hay mascarillas (“barbijos”), PCR, ventanas abiertas, espacios exteriores y distancias de seguridad que no eran solo metafóricas. “Cuando escribí el libro me sorprendió mucho todo el tiempo que habíamos soportado esa situación, meses, sin vernos las caras, hablando con mascarilla. No agregaba extrañeza en la relación, no hizo que fuera menos fluida, pero era muy extraño”, señala. “Silvia es una persona muy articulada. Yo preguntaba y era como un auto al que vos apretás el acelerador y daba, daba, daba... Pero siempre mantuvimos una gran distancia en la relación, que creo que es la única manera en la que puedes preguntar determinadas cosas, desde un lugar muy opaco, muy ausente, si querés. Silvia construyó toda su vida con una postura que fue la de no tener autocomplacencia, por lo menos hoy, no se puede saber si esto era así cuando tenía 22, 23, 24, 25 años, porque uno aprende con el tiempo a tener templanza”. Guerriero rechaza por el momento hacer cualquier charla o entrevista pública con Labayru. Ella ha leído el libro en diciembre y está ”muy conforme”, dice la autora.
Más allá de las dificultades de forma que Guerriero enfrentó, había cuestiones controvertidas de tema y fondo como la sospecha y hostilidad que ha rodeado a los supervivientes, o la crítica abierta a los ideales de la izquierda radical y la lucha armada. “Quizá más que de revisión histórica se podría hablar de revulsión”, apunta sobre el momento presente el escritor Rodrigo Fresán, quien presentará La llamada el martes en Barcelona y que describe esta obra de Guerriero en la faja como “un A sangre caliente”, en alusión al célebre libro de Truman Capote.
Pregunta. Según avanzaban los encuentros con Labayru, ¿le preocupaba que esa cercanía afectara la manera de contar su historia o de mirarla?
Respuesta. No, nunca. Después de casi dos años, de conocer a todo su entorno, y hablar con sus hijos, hay capas de cierta prevención por parte de la persona a la que entrevistas que van cayendo. Se va dando cuenta de que tu trabajo es serio. Silvia es una mujer muy inteligente y tuvo todo el tiempo el reflejo de que yo era una periodista. Obviamente, si me decía “te voy a contar algo, pero esto no lo cuentes”, yo lo respeté; cosas en relación a sus hijos, su familia, historias internas que no vienen al caso, no hay nada de eso. Pero de mi parte, no hubo nunca un temor a decir “me estoy encariñando”, para nada.
P. ¿Su visión de Labayru no cambió? ¿Lo que pensó la primera vez de ella es lo mismo que pensó después?
R. Cuando fui a verla no sabía nada más que lo que se había publicado en ese momento en los diarios, y un poco de antiguas notas de prensa en las que se mencionaba su nombre lateralmente por el tema de las monjas y las madres desaparecidas y Astiz. Luego me fui enterando de un montón de cosas y mirando muchas otras. Y reportear tanto implica ver cada vez mejor. Fui descubriendo una mujer muchísimo más compleja cada vez, muchísimo más laberíntica, despistada.
P. ¿Tuvo dudas?
R. Dudas en cuanto a que era una buena historia, y a que Silvia estaba cómoda hablando conmigo no. Pero, en un momento que recojo en el libro, ella me cuenta que una vez se metió en la jaula de un perro, y me pregunté si no era yo ese mastín napolitano en todos los sentidos: un mastín que la puede despedazar, porque ella estaba yendo a ciegas y no sabía qué era lo que yo iba a escribir; y ese mastín en la jaula, que según me contó, comía jamón de su mano, es decir, si estaba siendo manipulada y no era yo su vehículo para contar una versión de la historia. Esa duda se desvaneció, porque si no no hubiera escrito el libro. El periodista que escribe y no duda de nada es un poco tonto.
P. Escribe que a Labayru le pone muy nerviosa que digan sobre su historia “yo no soy quien para juzgar”. ¿Cuándo se acercó a ella partía de esa postura?
R. Yo no tengo una visión previa de alguien. Jamás ejerceré un juicio moral, menos sobre una persona a quien le pasó lo que a ella. No tenía esa sensación de no soy quien para juzgar, sino de yo sí soy quien para contar.
P. El libro recoge las visiones críticas que algunos de los militantes de la izquierda, no solo Silvia, tienen hoy del sentido de aquella lucha. ¿Le preocupa que eso influya en la manera en que se lea el libro?
R. Primero que nada, no soy alguien que vaya a instalar una conversación, esa es una conversación que deben dar ellos en todo caso. Todas las personas entrevistadas tienen que ver con la historia de Silvia. En el libro aparece una situación que quedó enmudecida durante años y que tiene que ver con esto: qué pasa con la gente que sobrevivió y que tiene una historia para contar y que es un poco más disruptiva, como la de Silvia. Hay distintas posturas, y creo que lo que hay que hacer es escuchar sin levantar el dedito de señalar si éste tiene razón o el otro no.
P. ¿Llegó el momento de escuchar a los supervivientes?
R. Hay toda una conversación ahí que no es tan evidente, y que tiene que ver con ese repudio que sufrieron algunos de los supervivientes que fueron señalados, casí diría con la misma frase que utilizaba la derecha para justificar el secuestro de los que fueron desaparecidos, con ese “algo habrán hecho”. Que hubiera que rendir cuentas de lo que uno hizo o no para sobrevivir me sorprendió enormemente, desde el punto de vista de la existencia humana de apiadarte de alguien que quiere vivir. Claro, después decís hay límites, porque hasta qué punto vos te transformás en una persona tan vil que hace cualquier cosa, que no tiene ningún límite de ninguna clase y hasta qué punto se puede justificar. Es una discusión compleja, una conversación interesante.
P. Una de las entrevistadas señala que no hay asociación de supervivientes entre las muchas que hay de víctimas de la dictadura.
R. Esto que dice Norma Susana Burgos es muy sintomático. Hay cosas que son muy incómodas de escuchar. También hay que entender el lado de otra gente. Eran otras épocas, momentos en los que no había como un refinamiento en torno a determinados conceptos. Por ejemplo, hoy hablamos del consentimiento, pero en los 70, 80, 90 a nadie se le ocurría pensar sobre eso. Con el paso de los años también hay conceptos que se pueden pensar, ojalá mejor, aunque a veces no pasa eso. Puedo entender que mucha gente que ha tenido parientes, maridos, hijos desaparecidos reaccione de manera más visceral.
P. La propia Burgos dice que cómo no va a entender que un familiar de un desaparecido la mire así por estar ella viva.
R. Obvio, ¡pero si envidiamos o sentimos celos por cosas mucho menores, por estupideces! Sentimos resquemor y resentimiento por cosas mucho más simples. Es muy difícil ponerse en las patas de otras personas.
P. Su libro llega en un momento particular en la historia política argentina. Hubo un vuelco político, y una campaña en la que el tema de la dictadura fue sacudido por la vicepresidenta de Milei, Villarruel, que solo quiere contabilizar los muertos del informe de CONADEP, y no los 30.000 oficiales hasta ahora, y que habla de “guerra”.
R. El libro sale en marzo en Argentina. La llamada es la historia de una mujer que sobrevivió, y que tiene muchísimas más complejidades y matices que las que se suelen poner sobre la palestra. Es una víctima, aunque no vive su vida como si fuera una víctima eterna. Si abre de alguna manera una conversación en torno a revisar algunas cosas, no me parece que esté mal. ¿Desde cuándo no hablar es mejor que hablar? No deja de ser un tema. La Argentina hizo un trabajo bien impresionante con la memoria y, por supuesto, que no me gusta nada que se hayan puesto en circulación esas ideas de Milei y de la vicepresidenta. Me parece nefasto.
P. ¿Por qué decidió Labayru poner su querella en 2014?
R. La llama una abogada de una ONG o una fiscal y le pregunta si quiere presentar una demanda y apenas se lo propone dice que sí. Esta mujer atravesó muchos años de repudio y esto era algo supremamente personal.
P. La violación por parte del militar condenado, Alberto González, y su esposa con dos bebés en el cuarto de al lado es macabra.
R. Silvia lo dice varias veces en el libro: le interesaba mostrar y dejar en evidencia que estos sujetos que se presentaban como defensores de la moral, tan cristianos, que iban a misa, también eran delincuentes comunes: eran ladrones, eran violadores. ¿En nombre de qué dios cristiano te estás llevando a una mujer a tu casa, violándola en el cuarto de al lado de donde están durmiendo tu hija y la hija de esa mujer?
P. ¿Hasta qué punto venir de una familia de militares de alto rango ayudó a Labayru?
R. Es imposible responder porque no sé lo que la salvó. Pero hay algo más perverso ahí, y esto tiene que ver con el tema de sobreviviente. Nadie sabe por qué se salvó del todo, y eso es terrible para el que se salva también, no saber qué fue. Si eras rubia, si eras hija de militares, si eras no judía, si un militar te tomó cariño, si uno se despertó y dijo qué lástima… no se sabe, nadie sabe, y es una pregunta enloquecedora.
P. El punto más conocido de la historia de Labayru hasta ahora era que Astiz, que ya estaba infiltrado con las Madres de Mayo, la llevara de acompañante. Hay una insistencia en que estaba callada en las reuniones.
R. Que estuviera callada o no son cosas que se dicen con cierta insistencia para rebatir un poco esa idea de “lo acompañó”. Lo acompañó no, ¡un carajo! ¿Qué podría haber hecho? La obligaron, la metieron en una situación espantosa, no tenés ningún tipo de elección en ese caso.
P. Escribe que entra en las historias movida por un afán de complicarse la vida y pensar que puede vencer. ¿Venció?
R. Qué se yo. En el sentido de haber podido recopilar información, transcrito 1937 páginas, leído no sé cuántos libros y no haber sucumbido, sí. Vencer narrativamente.
Babelia
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