Angélica Liddell pone al público en pie en la escenificación de su propio funeral
La autora e intérprete más influyente del teatro español contemporáneo recibe una larga ovación en el estreno en Girona de su nuevo espectáculo
Riánse de las canciones de despecho de Shakira. De la Despechá de Rosalía y de todos los hits de desamor que hayan escuchado últimamente. En su nuevo espectáculo, Vudú (3318) Blixen, estrenado este sábado en festival Temporada Alta Girona, Angélica Liddell invoca directamente al diablo para desplegar y convertir en poesía toda su rabia de animal herido durante casi seis horas en las que demuestra, una vez más, por qué es la creadora más internacional e influyente del teatro español contemporáneo. Una obra que puso al público en pie incluso antes de que la artista diera por acabada oficialmente la función y que recibió una ovación de diez minutos, aunque podrían haber sido más porque los espectadores se resistían a abandonar sus butacas a pesar de que llevaban ahí toda la tarde. Un acontecimiento teatral en toda regla.
Decimos “acontecimiento” no solo por la ovación o la duración excepcional del espectáculo. En tres décadas de trayectoria, Angélica Liddell ha sido vitoreada en escenarios de todo el mundo y sus producciones no suelen ser cortas: La casa de la fuerza, la pieza que la encumbró en Europa y por la que recibió el Premio Nacional de Literatura Dramática en 2012, duraba ya cinco horas. Vudú (3318) Blixen es “acontecimiento” porque es una obra mayor a la altura, precisamente, de La casa de la fuerza. Un trabajo cocinado con sus ingredientes habituales —monólogos furiosos, poemas visuales y decenas de referencias literarias, estéticas, culturales, antropológicas, todo concebido e interpretado por ella— pero al mismo tiempo único.
Angélica Liddell es eternamente la misma y a la vez siempre distinta. Por eso sus obras se viven como un carrusel de emociones: aun conociendo bien su lenguaje —o precisamente por eso— nunca se sabe lo que va a hacer en la siguiente escena. Se ha autolesionado en directo, se ha metido un dildo en la vagina, se ha empalado como los penitentes de Valverde de la Vera. Pocos artistas son capaces de crear tanta expectación solo con su presencia en el escenario. El teatro para ella no es representación, sino ritual: siempre es autorreferencial y ocurre de verdad. “En vez de descuartizar niños, escribo”, dice en la obra.
También en Vudú (3318) Blixen. Cuando Angélica Liddell le corta la barba a un hombre o la trenza a una joven, lo hace realmente. Dos hombres despellejan una liebre muerta. Vuelan dos guacamagayos vivos. Mil claveles rojos, otros tantos blancos, media tonelada de arroz, una gallina sacrificada. Una notaria colegiada lee y certifica las últimas voluntades de la artista con instrucciones precisas para su funeral: entre otras cosas, que su ataúd sea blanco y suenen 101 salvas de cañón. Sonarán los cañones y un cuervo vivo merodeará en el escenario alrededor de ese ataúd blanco.
Por supuesto, el abandono y el despecho también son de verdad. El primero de los cinco actos en que se divide el espectáculo empieza con la artista cantando de manera deliberadamente grotesca el célebre Ne me quitte pas (No me dejes) de Jacques Brel para después arrancarse con un soliloquio rabioso hasta el patetismo. Pero “ojo de loca no se equivoca”, advierte en un guiño final.
En el segundo acto se recrea en el odio. Describe y ametralla con palabras al hombre que la engañó con un amor de corta y pega y después la abandonó: dan ganas de salir a buscarlo y partirle las piernas. En el tercero no hay palabras, sino cuadros vivientes cargados de simbolismos religiosos, otros imposibles de pillar pero disfrutables igualmente y referencias a rituales de vudú que luego se ejecutan en escena. En esta parte desfilan buena parte de la treintena de figurantes que aparecen a lo largo de la función para conformar esos cuadros vivientes o servir de apoyo mudo.
Cuarto acto: la reivindicación del amor verdadero a partir de un suceso real ocurrido en Madrid en las Navidades de 2022. El amor está por encima de todo. A pesar del dolor o precisamente por eso: ese sufrimiento es el punto de partida de la creación. Esta idea es central y recorre todo el espectáculo porque la artista toma como espejo e invoca continuamente a la escritora Isak Dinesen, cuyo nombre verdadero era Karen Blixen, que dicen que dijo que vendió su alma al diablo a cambio de poder convertir en una obra literaria cada una de sus experiencias.
El quinto acto se titula A la muerte llamo. A sus 57 años, después de asistir al deterioro y muerte de sus dos padres en los últimos años, Ángelica Liddell comienza con una advertencia con el escenario a oscuras y voz de ultratumba: todo lo que queda a partir de ahora es decadencia y muerte. Un monólogo demoledor que dejó devastado a buena parte del público. Mejor asumirlo y preparar el propio funeral.
Este es el resumen prosaico y simplón del verdadero viaje hacia la muerte que nos propone Angélica Liddell en este trabajo. En compañía del diablo y sin saltarse ninguno de los horrores de la vida, pero tampoco sus bellezas. Así es el espectáculo: horrible y bello a la vez.
El estreno de Vudú (3318) Blixen fue el momento cumbre de la semana que el festival Temporada Alta de Girona dedica a los programadores con presentaciones de obras de vanguardia susceptibles de ser contratadas para giras nacionales o internacionales. Se vieron también los últimos trabajos de Rodrigo García, Roger Bernat, el dúo Nao Albet-Marcel Borràs, las compañías Cabosanroque, La Veronal y Hotel Colectiu Escénico y la creadora argentina Marina Otero, a quien precisamente se suele encajar en la línea de trabajo de Angélica Liddell por su estilo monologal y el carácter autorreferencial de sus espectáculos. “Escribo para no suicidarme”, afirma en Love me, programado en Girona.
La sombra de Angélica Liddell es alargada.
Babelia
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