La influencia de la música en la política: ¿pueden el punk, el folk o el rap cambiar el mundo?
Un ensayo sobre los temas sociopolíticos en las letras de Joe Strummer, líder de The Clash, inspira el debate sobre cuál es el peso de las canciones populares en la formación ideológica de los individuos
Un chaval de instituto recibe una cinta de casete (antes) o una playlist de Spotify (ahora): lo que ahí escucha le hace ver el mundo de otra manera. Ha descubierto esta o aquella injusticia, esta o aquella resistencia, y la música le hace vivirlo con una emoción desconocida. El mundo está mal, podemos arreglarlo, debemos intentarlo. Su cosmovisión política ya nunca será la misma y ese descubrimiento musical puede que decida sus opiniones (y su voto) a lo largo de su vida. Es el poder de la música para influir en la conformación de la identidad ideológica de las personas. No es desdeñable.
Joe Strummer (1952-2002), líder de The Clash, colaboró en la politización del movimiento punk, tan nihilista, y su compromiso se vio reflejado en las letras de todos sus proyectos musicales, como se analiza en el reciente ensayo La política punk de Joe Strummer (Liburuak), de Gregor Gall. El antifascismo, la defensa de los oprimidos, el antirracismo, la crítica de la desigualdad o del imperialismo fueron algunos de los asuntos que el británico abordó en sus versos, alguno de los cuales no solo han pasado a la historia del rock and roll sino que han tocado profundamente la conciencia de sus fans. Lo llamaba rebel rock (rock rebelde).
¿Puede la música cambiar el mundo? “Cuando la pregunta se hace de modo tosco, casi sugiere que la música, como una fuerza no humana, tiene la capacidad de transformar la esencia misma de nuestra humanidad”, escribe Gall. Si se pregunta, más modestamente, si la música puede simplemente colaborar al cambio sociopolítico, cabe responder que la música “podría ayudar a cambiar la perspectiva con que la gente contempla el mundo, más que el mundo en sí mismo; ayuda a informar, cambiando la manera de pensar y de actuar de modo subjetivo”, añade el autor.
“Todo lo que quiero conseguir es una atmósfera donde las cosas puedan pasar”, dijo Joe Strummer en una entrevista con Melody Maker en 1978. Aunque el punk podría considerarse el estilo combativo por antonomasia, distinguida semilla de esa “atmósfera”, no está solo. El folk de Woody Guthrie, Bob Dylan o Billy Bragg tuvo un fuerte componente político que auguraba tiempos de cambio (y que, por cierto, inspiró a Strummer); así como el hip hop, sobre todo en sus inicios (no tanto ahora, convertido en el género global y comercial de nuestra época). Entonces Chuck D, miembro de Public Enemy, decía que el rap era “la CNN de los barrios” y se expresaba con dureza y elocuencia contra el poder y los abusos policiales. También era comprometido el reggae de Bob Marley, que llamaba a la unidad contra el colonialismo y la opresión. Lo político se cuela aquí y allá, desde el rock clásico, como en ciertos tramos de Bruce Springsteen, hasta el tecno, como en el caso del seminal colectivo Underground Resistance, pasando por los corridos mexicanos o el mestizaje.
“El punk rock, el hip hop o el reggae tienen una vertiente lúdico-expresiva y otra político-activista. Hay jóvenes que se quedan en la primera y otros que evolucionan hacia la segunda. Podríamos decir que la música es una condición necesaria, pero no suficiente”, explica Carles Feixa, catedrático de Antropología Social de la Universitat Pompeu Fabra (UPF) y coautor del libro Mierdas punk (Ned Ediciones). Aunque la música pueda propiciar la politización, para que esta se desarrolle y se sostenga deben intervenir otras instancias: movimientos sociales, agentes políticos de base o momentos de protesta. Por lo demás, “el canto y el baile han sido siempre una forma de expresión central en los movimientos sociales”, añade Feixa, desde el movimiento obrero clásico, hasta el altermundismo o el Me Too, pasando por el feminismo o el ecologismo. “Dado que la juventud es el periodo donde se forma el gusto musical, y es la mayor consumidora de música, esta se convierte en una vía de difusión ideológica y, por tanto, de politización”, señala el antropólogo.
Transformación afectiva
“La música es la forma artística que más empuje transformador tiene a nivel afectivo. Así que contiene un elemento político muy marcado. Toda obra de arte es en realidad un comportamiento social y, como tal, pretende generar una comunidad alrededor”, dice el filósofo Alberto Santamaría, autor de Un lugar sin límites. Música, nihilismo y políticas del desastre en tiempos del amanecer neoliberal (Akal). Joe Strummer y otros, según Santamaría, fueron descubriendo este vector. También Paco Ibáñez, por ejemplo, “poniendo frente a nuestros oídos la potencia política de los poetas del Siglo de Oro. Está claro que en los años ochenta, con la mayor difusión de la música, la política ocupó otros lugares dentro de esa música”.
Según los datos que maneja Gall, un cuarto de los seguidores de Joe Strummer entrevistados consideran su influencia en sus posturas políticas como “profunda y continuada”; para otros de sus seguidores la música fue siempre más importante que la política. A pesar de todo, el ensayista concluye que Strummer ha sido el músico politizado de izquierda más importante de la cultura occidental desde mediados de los años setenta.
En España la música también ha tenido notable influencia en cuestiones políticas. Por ejemplo, durante los años ochenta la izquierda abertzale capitalizó el llamado Rock Radikal Vasco (RRV) con iniciativas como la gira Martxa eta borroka (Marcha y lucha). Dentro del RRV, mientras la Movida madrileña se dedicaba a la disipación hedonista, algunas bandas como Kortatu o Negu Gorriak (ambas con Fermín Muguruza, muy inspirado por Joe Strummer, a la cabeza) defendieron las tesis abertzales. Otras, de corte más punk, como Eskorbuto o La Polla Records, preferían pasar de nacionalismos y escupir en las banderas, a pesar de ser metidas con frecuencia en el mismo saco.
El Partido Popular vasco tuvo una breve iniciativa similar en la presentación de su llamada Política Pop, en la que colaboró el grupo Pignoise, liderado por el exfutbolista Álvaro Benito. La extrema derecha neonazi también ha utilizado la música, en versiones ultraderechizadas del punk o el estilo oi! (una derivación del punk asociada a la subcultura skinhead), como en el caso del estilo Rock Against Communism (RAC, Rock contra el comunismo), y bandas internacionales como Skrewdriver o españolas como Estirpe Imperial o Klan.
Mejor las canciones que los argumentarios
Las letras de Evaristo Páramos, leyenda viva del punk español al frente de La Polla Records, metieron en la cabeza de varias generaciones el virus de la crítica social y de la acracia, con fina ironía y mucho descaro, y fueron alabadas por pensadores como Santiago Alba Rico o Carlos Fernández Liria, que dedicaron el libro conjunto Dejar de pensar (Akal, 1986) a aquella banda.
“Estábamos asombrados porque las letras de este grupo afinaban políticamente mucho mejor que todos los discursos y programas de los partidos políticos de izquierda. Sus discos eran un verdadero curso de Educación para la Ciudadanía, un ejemplo pedagógico impresionante para pensar la condición de la ciudadanía bajo el capitalismo. No había un desliz, ni una sola metedura de pata, las letras eran perfectas”, explica hoy Fernández Liria, profesor de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid. Por estas razones llegaron a afirmar, generando cierto escándalo, que aquellos punkis de Salvatierra, Álava, era los únicos que estaban haciendo filosofía auténtica en la España de los ochenta.
Además de los mensajes que puedan incluir las letras, lo musical también ofrece un espacio de comunión, de sociabilidad, de identificación, de solidaridad: ha sido común que los jóvenes construyan su entorno social en forma de pandillas o tribus urbanas, donde la música siempre supone un elemento central que, además de aportar lo emotivo, también aporta lo ideológico. Y más allá de estos espacios, lo político puede caber de otras maneras.
“Cuando alguien después de un trabajo de mierda se detiene y escucha a Bach o toca la pandereta con las amigas o enchufa la guitarra en un garaje con los colegas, ese acto es en sí político”, observa Santamaría. El hecho de no aspirar a la excelencia en la ejecución de la música, el uso de los famosos tres acordes, la huida de la comercialidad, puede ser tomado como una actitud política. “Tocar mal, a destiempo, sin saber, es otra forma de política”, dice el ensayista. O también lo es el modo de producción de la música, como en discográficas militantes, autogestionadas, independientes. Un caso canónico es el de la discográfica estadounidense Dischord Records, regentada por Ian MacKaye, miembro de bandas clásicas del hardcore como Minor Threat o Fugazi.
En diferentes estilos, la política se ha mezclado con la música en muchos casos recientes en España. Son artistas como Biznaga, Los Chikos del Maíz, Nacho Vegas, Maria Arnal i Marcel Bagés, Ayax y Prok, Reincidentes, Berri Txarrak, Def Con Dos o el citado Muguruza. La música sigue siendo una vía directa al corazón para transmitir las pasiones políticas. “Me parece que fue Paco de Lucía quien dijo una vez que el timbre de la voz de Camarón, por sí solo, era capaz de transmitir la indefensión, la pobreza y también el orgullo de su pueblo mucho mejor que mil discursos o mil canciones protesta cantadas por los más comprometidos cantautores. La música es, como digo, el vehículo que permite a un pueblo pensar. Sin canciones, la política sería algo enteramente ajeno al pueblo, una ocupación de tecnócratas y profesionales”, concluye Fernández Liria.
Babelia
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