Años de plomo y jeringuillas
La cambiante actitud de ETA respecto al rock y las drogas en País Vasco en los años ochenta
Resulta reconfortante comprobar que algunas de las víctimas de ETA también recuerdan a esos muertos que nadie reclama. Como mencionaba la periodista de EL PAÍS Aurora Intxausti, no cabe olvidar al “muchacho que trapicheaba con unas papelinas”. Efectivamente, los superpatriotas cuidaban la salud moral y física del pueblo vasco: asesinaban a supuestos camellos, reventaban locales donde —decían— se accedía a paraísos artificiales.
A principios de los años ochenta, uno se escandalizaba ante músicos vascos que justificaban aquellos asesinatos. Dado que ellos mismos eran consumidores, no daba crédito a mis oídos cuando asumían el discurso de ETA y aseguraban que los liquidados eran “chivatos”. Una suposición que avalaba una extraordinaria proximidad entre el hampa del narco y el mundo clandestino de la lucha armada.
A partir de ahí, la discusión derrapaba hacia trampas dialécticas: si se merecían diferente tratamiento los traficantes de cannabis frente a los vendedores de estupefacientes más fuertes. Daban por hecho que ETA podía desempeñar la triple función de juzgar, condenar y ejecutar. De fondo, zumbaba la espesa rumorología sobre el uso de las drogas como arma de Estado.
Era dogma de fe la utilización de las sustancias ilegales por parte del Poder para neutralizar movimientos revolucionarios. Apelaba al gen conspiranoico que todos llevábamos dentro y funcionaba como coartada perfecta para las debilidades personales, aparte de implicar una paradójica aceptación de la omnipotencia del Sistema.
Juan Carlos Usó lleva años investigando en ese argumentario, una labor que ha culminado con la publicación de un texto demoledor, ¿Nos matan con heroína? Sobre la intoxicación farmacológica como arma de estado (Libros Crudos). Un recordatorio de que la heroína no fue una plaga exclusiva del País Vasco; allí prosperó, entre otras razones, gracias al desplazamiento del trabajo policial hacia la lucha antiterrorista. Las excusas de los damnificados no siempre se sostienen: imposible alegar desconocimiento de sus peligros, cuando circulaba libremente abundante literatura, cinematografía y música al respecto.
La campaña de ETA contra las drogas fue brutal. De acuerdo con las estadísticas de Florencio Domínguez en Vidas rotas, se cobró 32 vidas, el 9% de los civiles sacrificados. Y hubieran sido muchos más muertos de no mediar un cambio de táctica de la macabra organización, que a mediados de los ochenta apostó por integrar al público rockero bajo la consigna de “Martxa eta Borroka” (Marcha y lucha). Fueron los tiempos de esplendor del Rock Radical Vasco, hoy presentado como luminoso ejemplo de compromiso político frente a la sospechosa disipación de la Movida.
A corto plazo, fue una jugada eficaz: movió multitudes y facilitó el reclutamiento de voluntarios para la “kale borroka”. Sin embargo, desembocó en cierta tolerancia respecto a las drogas: en 2008, un dirigente de Segi, rama juvenil de la izquierda abertzale, se lamentaba en documento interno de que los gaztetxes se hubieran convertido en “fumaderos de porros”. Según la lógica de los años de plomo, aquellos centros sociales ocupados deberían haber sido volados, como se hizo con varias discotecas.
Aquel vicio era contagioso: en los años de decadencia de ETA, se localizó abundante hachís en el piso de Txeroki, jefe del aparato militar. Cuentan que a Ibon Iparraguirre, experto en coches bomba, se le encontraron básculas y suministros que sugerían que se dedicaba al trapicheo. El famoso lema había degenerado en “Colocón eta Borroka”.
Babelia
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