Un ‘Orfeo’ contemplativo cierra el triángulo en el Teatro Real
René Jacobs dirige la ópera de Gluck con exquisitez musical pero escaso vuelo dramático al frente de los fabulosos conjuntos de la Orquesta Barroca de Friburgo y el Coro de cámara de la RIAS
El mito fundacional operístico de Orfeo ha tenido una presencia constante esta temporada en el Teatro Real. El coliseo madrileño abrió, en septiembre, con el aperitivo contemporáneo de Orphée (1991), de Philip Glass, basado en el filme homónimo de Jean Cocteau, que se representó en los Teatros del Canal. Prosiguió, en noviembre, con el primer logro del género en el ámbito cortesano: Orfeo (1607), de Claudio Monteverdi. Y cierra ahora el triángulo una versión en concierto de Orfeo y Eurídice (1762), de Christoph Willibald Gluck, el título que marcó el inicio de su reforma clasicista.
Si la producción de Glass fue un Orfeo introspectivo, y la de Monteverdi un Orfeo radiante, según mi colega Jorge Fernández Guerra, ahora estamos ante un Orfeo contemplativo. El director y antiguo contratenor belga René Jacobs (Gante, 76 años) tiene una visión privilegiada de la ópera de Gluck con criterios de época. No solo la grabó como solista vocal, en 1982, con Sigiswald Kuijken, Collegium Vocale y La Petite Bande (Accent), sino que firmó una excelente grabación como director, en 2001, con la Orquesta Barroca de Friburgo y el Coro de cámara de la RIAS (Harmonia Mundi).
Regresaba Jacobs al Teatro Real, el pasado martes, 13 de junio, con los mismos conjuntos de su referida grabación, y tras actuar en el Liceo de Barcelona y el Auditorio Príncipe Felipe de Oviedo. Se decantó por la versión de Viena de la ópera de Gluck, en italiano, escrita en 1762 (Wq.30, según el catálogo de Alfred Wotquenne), y cuyo papel protagonista estrenó el castrado mezzosoprano Gaetano Guadagni. No obstante, el compositor redactó una segunda versión, en francés, en 1774, con Orfeo cantado por el tenor Joseph Legros y donde introdujo abundantes cambios que justifican un número diferente de catálogo (Wq.41).
El director belga hizo una única concesión a la versión francesa en su regreso a esta partitura. Fue tras el descanso, en el famoso ballet que abre la escena en los Campos Elíseos. Una página escrita en un contemplativo Lento, dolcissimo (en lugar del Andante de la italiana) y con una bellísima segunda parte, en re menor. Escuchamos aquí la primera maravilla de la noche con la brisa de la cuerda de los Freiburger, liderada por la violinista holandesa Cecilia Bernardini, y la luz transparente de la flautista travesera alemana Daniela Lieb. Prosiguió otro admirable pasaje orquestal, como introducción y acompañamiento al arioso de Orfeo, Che puro ciel, donde escuchamos el bello solo de oboe del catalán Josep Domènech.
Gluck explicó esos novedosos detalles de la orquesta en términos visuales: “Esa viveza de colores con un surtido contraste de luces y sombras que sirven para animar las figuras sin alterar sus contornos”. Lo hizo, en 1769, dentro del prefacio al libreto de su ópera Alceste, donde volvería a colaborar con el libretista Ranieri di Calzabigi. Un poeta y aventurero en la tradición de Casanova que animó a Gluck para adaptar algunas particularidades de la tragédie lyrique francesa a la ópera italiana. Una reforma encaminada a “despojarla de esos abusos que habiendo sido introducidos por la mal entendida vanidad de los cantantes, o por la excesiva complacencia de los maestros, hace tiempo que la desfiguran”. El compositor, además de potenciar el papel de la orquesta, otorgó protagonismo dramático al coro, redujo la distancia entre el recitativo y el aria, aunque también restringió las vocalizaciones y adornos innecesarios.
Jacobs arrancó la ópera con frescura, aunque sin el frenesí de antaño. Todo el primer acto caminó con fluidez y exquisitez, pero sin rastro de tensión dramática. El excelente y compacto RIAS Kammerchor fue lo mejor en la escena inicial, donde encarnó a pastores y ninfas frente a la tumba de Eurídice, mientras los ecos de la orquesta no terminaron de funcionar.
La contralto holandesa Helena Rasker fue un Orfeo sobresaliente con atractivo color vocal, aunque sin el mordiente expresivo para crear un personaje conmovedor. En el aria Chiamo il mio ben così añadió leves vocalizaciones y fermatas inspiradas en The Singers’ Preceptor(1779), un tratado de Domenico Corri para el castrado Giuseppe Millico, que lideró la reposición de la ópera en Parma, en 1769. Rasker también cantó las variantes de las arias del segundo y tercer acto escritas por Gluck para Parma. Y tuvo su mejor momento en la famosa Che farò senza Euridice? donde aportó un exquisito sombreado vocal.
Jacobs cargó las tintas, en las furias del segundo acto, y subrayó tanto las disonancias como los contrastes. Fueron los momentos de mayor lucimiento de la arpista italiana Mara Galassi, pero también de la orquesta, con graznidos en la cuerda grave y temblores en la percusión. La aparición, en el tercer acto, de la Eurídice de la soprano polaca Polina Pastirchak elevó por fin la tensión dramática. Y el dúo Vieni, appaga il tuo consorte fue quizá el momento más operístico de toda la velada. A la seguridad de Rasker y la intensidad de Pastirchak se unió también el desparpajo escénico de la excelente soprano lírica italiana Giulia Semenzato, un ideal y fresco Amore que interactuó hasta con los integrantes de la orquesta y se acompañó con una pandereta.
Al final, el director belga suprimió incomprensiblemente el último movimiento del ballet. Fue uno de los pocos cortes en una versión que respetó la mayoría de las repeticiones. Y tanto los solistas como el coro unieron sus voces en Trionfi amore que cierra la ópera. Una contemplativa versión de concierto del título más famoso de Gluck lleno de exquisitez musical, pero con poco vuelo dramático, a la espera del estreno de Turandot, de Puccini, que cerrará la temporada del Teatro Real, el próximo 3 de julio.
Babelia
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