Un ‘Orfeo’ radiante eleva la temperatura artística en el Teatro Real
El logro artístico que propone Sasha Waltz sale vencedor en su arriesgada apuesta, sin olvidar la calidad máxima del cuerpo de artistas de primer orden
Orfeo es tema central en la presente temporada operística del Teatro Real. Tres son los títulos acogidos al mito fundacional del género. El primero, de Philip Glass, abrió el fuego el mes de septiembre, cerrará el ciclo el clásico Orfeo ed Euridice, de Gluck, en el mes de junio. La tarde del domingo le ha tocado el turno al Orfeo por antonomasia, el de Monteverdi, y lo ha hecho con un éxito claro y contundente. L’Órfeo sigue siendo una ópera incombustible y sus 415 años (se estrenó en Mantua en 1607) le sientan de maravilla. Todavía se sigue repitiendo en las promociones apresuradas que es la primera ópera de la historia, lo que margina ignominiosamente los 15 o 20 años anteriores, cuando un grupo de visionarios florentinos se lanzó a explorar un teatro “íntegramente cantado” con la esperanza de recuperar el teatro griego desde una hipótesis sui generis. En esa hipótesis estaban ya los mitos griegos y, de manera muy especial Orfeo y Euridice.
La ópera que vio el Duque de Mantua y su secretario Alessandro Striggio en Florencia en 1600, en los esponsales de María de Medicis, era precisamente Euridice, de Jacopo Peri, y su colega y rival Giulio Caccini la repitió dos años después. Lo que hizo el Duque de Mantua fue adivinar que su músico de cámara, Claudio Monteverdi, y su secretario, Alessandro Striggio, en funciones de libretista, la podían hacer mejor. Y tanto fue así que definió todos los rasgos de la ópera y creó un melodrama, una “favola in música” inmortal.
Pese a ello, fue necesario llegar al siglo XX para recuperar esta joya tanto tiempo olvidada, por lo que toda la historia de la ópera hasta ese momento nada supo de ella. Así que se puede decir que la presencia de esta ópera en el repertorio es coincidente con lo que, despectivamente o no, se ha dado en llamar ópera contemporánea.
Quizá por ello, sea una tentación permanente el reinventarla. No siempre es feliz el resultado, y los antecedentes para imaginar un montaje en el que el clásico se fusiona con el ballet, como es el caso de la visión onírica de la coreógrafa alemana Sasha Waltz, daban que temer, al menos al que suscribe. Me equivoqué, es un logro artístico extraordinario. Waltz consigue fundir, de manera sombrosa casi siempre, el baile, el canto y, con cuenta a gotas, hasta a los músicos de atril. Que la docena de cantantes del maravilloso Vocalconsort Berlín bailen con bastante destreza, además de la totalidad del reparto de cantantes con papeles definidos es ya una hazaña, pero Waltz va más allá, crea un aglomerado de sensaciones y emociones surgidas de esa fusión. Es algo mágico que apenas se puede explicar. Incluso, mover a los músicos de atril, aunque con mucha mayor prudencia, ayuda a dejar pasar aire fresco a un montaje que parece combinar las necesidades de un espacio físico de gran formato con la atmósfera de un teatro de salón, como lo fue en su legendario estreno en Mantua. Incluso hasta el director musical, el suizo-español Leonardo García Alarcón se echa unos bailes al final de la obra.
Pero si el logro artístico que propone Sasha Waltz sale vencedor en su arriesgada apuesta, no hay que olvidar la calidad máxima del cuerpo de artistas de primer orden que intervienen en esta pura magia, con la compañía de Waltz en primer lugar. Ya hemos citado al director Leonardo García Alarcón, soberano en la dirección, imaginativo en la disposición de esa doble orquesta, a veces triple, y contagioso en la alegría que desprende el conjunto. Y estos no son otros que Freiburger Barockorchester, una agrupación que domina la práctica del repertorio histórico sin fisuras. No es posible dejar de citar al grupo de cantantes que firman los papeles básicos del reparto, seguros en lo musical y con una disposición a la entrega actoral, que en esta ocasión implica bailar casi al nivel de los miembros del Sasha Waltz & Guests. Pero son los protagonistas los que merecen especial atención. La joven soprano francesa Julie Roset es una Euridice a considerar para los próximos lustros, tanto en lo musical como lo vocal, a lo que se añade su versatilidad para bailar junto a los virtuosos de la compañía de Sasha Waltz. Pero es el barítono austriaco Georg Nigl (Orfeo) el que marca la diferencia. Su voz, pese a ser barítono, se mueve con comodidad en un registro cuyos agudos pertenecen a los de un tenor, aunque un tenor de música antigua, con una modulación delicada en los lamentos y poderosa en los momentos de afirmación o enfado. Los insistentes aplausos al final, aunque han sido muy corales, se alzaron por encima de la media cuando le tocó al turno a este cantante magnético que ha hecho un Orfeo de muchos quilates.
L’Orfeo. Música de Claudio Monteverdi. Libreto de Alessandro Striggio. Dirección musical, Leonardo García Alarcón; dirección y coreografía, Sasha Waltz; escenografía, Alexander Schwarz. Reparto: Julie Roset, Georg Nigl, Charlotte Hellekant, Alex Rosen, Luciana Mancini, Konstantin Wolff, Julián Millán. Vocalconsort Berlín. Freiburger Barockorchester. Sasha Waltz & Guests; asistente de dirección, Steffen Döring; dirección de escena, Friederike Schulz. Producción de Sasha Waltz & Guests en colaboración con la Dutch National Opera Amsterdam, el Grand Théatre du Luxembourg, el Bergen International Festival y la Opéra de Lille. Teatro Real. Madrid. Del 20 al 24 de noviembre.
Babelia
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