El clamor de las campanas por Antonio Gala
Gala fue derivando desde un teatro comprometido, en el que España, su historia y sus circunstancias aparecen representadas alegóricamente hacia otro más acorde con los gustos mayoritarios del espectador
El protagonista de su teatro fue el verbo. Entre la obra de sus compañeros de la generación realista, la de Antonio Gala [fallecido este domingo a los 92 años] se singulariza por su impronta lírica. Como ellos, quiso poner el dedo en la llaga de una España deseosa de cambios, pero sin desatender el estilo: su prosa es expresiva, culta y popularísima a la vez. Dominó mucho mejor el lenguaje que la carpintería teatral y la acción interior. Ya en Los verdes campos del Edén (1963), su ópera prima, recibida por el público con fervor, y en El sol en el hormiguero (1965), fábula política sobre el divorcio eterno entre pueblo y poder, el Gala escritor de réplicas ingeniosas y frases logradas desbordaba al dramaturgo.
Los buenos días perdidos (1972), Premio Nacional de Literatura, drama anunciador de la Transición (en el cual se habla de una parroquia esquilmada por el sacristán y su mujer, alegoría evidente de la España franquista y de un régimen en vías de descomposición), tiene desde la perspectiva actual otra lectura, pues ya estamos instalados de pleno derecho en ese anhelado Orleans del que Gala habla (alegoría de Europa), en el que un repique alegre había de espantar presuntamente penas y penurias.
Por imperativos económicos y en pos del favor popular, Gala fue derivando desde un teatro comprometido, en el que España, su historia y sus circunstancias aparecen representadas alegóricamente (caso de La vieja señorita del paraíso, Petra Regalada y El cementerio de los pájaros, piezas integrantes de la ‘Trilogía de la libertad’, y de la mucho menos afortunada El hotelito, farsa sobre las autonomías y las relaciones con la UE), hacia otro más acorde con los gustos mayoritarios del espectador, convencido de que sus profundas inquietudes sociopolíticas encontrarían una salida mejor a través de las series de artículos que publicó en EL PAÍS y de La tronera, desde donde disparó en El Independiente y luego en El Mundo.
De “discursiva y libresca”, pero “preferible al teatro que solo tiene buena carpintería y exceso de efectos”, calificó Eduardo Haro Tecglen, crítico de esta casa, su Séneca o el beneficio de la duda (1987), y traigo aquí su reflexión porque coincide con las que, con otras palabras, hicieron no pocos colegas a propósito de tantos estrenos de Gala. Carmen, Carmen, revista con la que Concha Velasco superó el éxito de Mamá, quiero ser artista, es el único de sus tres libretos que subió a escena.
José Luis Alonso, Manuel Collado, José Carlos Plaza, Miguel Narros… No le han faltado buenos directores al teatro de Gala, ni mejores intérpretes, ni grandes escenógrafos, ni producciones señaladas, ni grupos amateurs o semiprofesionales que siguen remontando cada año Anillos para una dama u otros títulos igual de situados en la memoria colectiva de dos generaciones. Sus temas predilectos (la soledad, la libertad frustrada, el exilio emocional y lo improbable de hallar un refugio que nos salve de la hostilidad del mundo, se encuentre este en el panteón familiar de Los verdes campos del Edén o en un rincón de Orleans o de Samarkanda) doblan hoy por él, pero volverán a tocar a rebato.
Babelia
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