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Conjuras políticas, espionaje y tesoros perdidos: la trepidante historia del descubrimiento de los rollos del mar Muerto

Jaime Vázquez Allegue reconstruye en un ensayo literario el hallazgo en 1947 de los textos bíblicos más antiguos conocidos y la soterrada lucha internacional por hacerse con ellos

Rollos del mar Muerto, guardados en el Museo de Israel.
Rollos del mar Muerto, guardados en el Museo de Israel.Joan Mas Autonell (EFE)
Vicente G. Olaya

El hallazgo en 1947 de los conocidos como manuscritos o rollos del mar Muerto ―los 900 textos bíblicos más antiguos conocidos hasta la fecha― no solo devino en uno de los descubrimientos arqueológicos más importantes del siglo XX, sino también en una apasionante aventura en el que se entremezclaron conjuras políticas, disputas internacionales, espionajes, tesoros perdidos y continuos engaños de los peculiares y numerosos personajes de la trama. Esta situación llevó al doctor en teología bíblica Jaime Vázquez Allegue (Ferrol, 55 años), autor del libro Los manuscritos del mar Muerto. La fascinante historia de su descubrimiento y disputa, a dudar sobre si escribir un ensayo o una novela histórica: “Quise que la reconstrucción del descubrimiento fuera rigurosa, verídica, sincera y real. Un ensayo que recogiera toda la documentación del día a día de aquellos años. Pero pronto me di cuenta de que mi intención desbordaba los límites de un único trabajo. Para contarlo, necesitaba escribir varios ensayos independientes, pero con protagonistas comunes. Historias autónomas que se encontraran en algún momento y luego se separasen. Imposible, pensé”. Finalmente, se decantó acertadamente por un “ensayo literario”, un apasionante libro que se lee como una novela policiaca a pesar de estar plagado de datos.

En el año 70 d. C., las tropas del emperador romano Tito destruyen el Segundo Templo de Jerusalén (hubo uno anterior arrasado por el babilónico Nabucodonosor en el 583 a. C.) y diversas comunidades hebreas se distribuyen y ocultan en el desierto. Entre ellas, una muy religiosa conocida como los esenios, una de las tres corrientes filosóficas hebreas del momento junto a saduceos y fariseos.

Los esenios, que seguían con rigidez la legislación de Moisés, levantaron un asentamiento o khirbet en la región de Qumrám, en las proximidades del mar Muerto, y lo dotaron de numerosos y abundantes canales de agua, cisternas, piscinas rituales y aljibes. Pero sabían que, tarde o temprano, los romanos los hallarían, por lo que resguardaron en vasijas sus manuscritos sagrados (Libro de Isaías, Génesis, Pentateuco, Éxodo, Deuteronomio, Libro de Habauc, Regla de la Comunidad...) y escondieron los recipientes en decenas de cuevas de la zona. Finalmente ocurrió lo que auguraron: fueron masacrados y el enclave que habitaban acabó convertido en un bastión de vigilancia romano para controlar el camino entre Jericó y el mar Muerto. Las monedas de Herodes, Augusto, Tiberio, Agripa y Claudio desenterradas lo confirman. El rastro de aquellos documentos se perdió así durante dos milenios.

Los esenios sabían que, tarde o temprano, los romanos los hallarían, por lo que resguardaron en vasijas su tesoro, sus manuscritos sagrados”

En el verano de 1946, la tribu nómada de los Ta’amireh deambulaba entre los desiertos de Judá y la Transjordania (actual Cisjordania, Palestina). Criaban camellos, cabras y ovejas, recogían dátiles y elaboraban una manteca llamada ghee. Además, se acercaban algunas veces a las grandes ciudades, como Jerusalén, para comerciar con los productos excedentes. La tribu estaba regida por el patriarca Jum’a Mohammed. Tres de los miembros del clan, los quinceañeros Jum’a, El-Dhib y Jalil Musa, estaban encargados de pastorear el rebaño de cabras de la tribu, pero cuando recontaron los animales descubrieron que faltaba uno. Durante horas lo buscaron hasta que lo hallaron en el fondo de una profunda oquedad. Asustados ante la terrible reprimenda de jefe, se adentraron en la gruta y consiguieron sacarlo, no sin antes haber descubierto unas grandes vasijas que protegían en su interior unos extraños fragmentos de cuero. Jum-a Mohammed se dio cuenta enseguida de que aquel material que le habían entregado los jóvenes era muy antiguo, por lo que pensó que en Jerusalén podría sacar algunos libras palestinas por él.

Por los primeros documentos se pagaron 40 dólares, por los últimos se pedía más de un millón”

A partir de aquí, además de los beduinos y de la cabra extraviada, emergen en el relato de Vázquez numerosos personajes clave que incluyen un zapatero remendón, un anticuario, un archimandrita ortodoxo, un fraile dominico, historiadores de primera línea, arqueólogos, epigrafistas, expertos en textos bíblicos, multimillonarios, espías israelíes o mandatarios internacionales. Todos reclaman una parte o la totalidad del botín documental, bien con fines económicos, religiosos o políticos. “La relevancia del descubrimiento fue patente enseguida. Para los judíos era la mayor fuente literaria sobre su historia, su cultura y sus tradiciones. Para los cristianos, la referencia documental del contexto en que vivió Jesús de Nazaret. Para los arqueólogos, el gran descubrimiento del siglo”, se lee en la obra. Para Israel, que conseguiría su independencia el 14 de mayo de 1948, la gran oportunidad de demostrar que los judíos habitaban aquella parte de Palestina, la región de Qumrán, desde hacía miles de años.

Lo que en principio parecían unos trozos de cuero que nadie sabía leer ―la mayor parte estaban escritos en arameo y hebreo arcaico, aunque también se hallaron en griego― se convirtió pronto en un hallazgo de valor incalculable. Nuevas expediciones científicas y el continuo rebuscar de los nómadas, que se negaban a revelar dónde habían encontrado los primeros documentos, provocaron la expectación mundial. Por los primeros pedazos de cuero se pagaron 10 libras palestinas (40 dólares), mientras que por los últimos se pedía más de un millón. “Beduinos convertidos en arqueólogos, un zapatero en el papel de mediador, religiosos consagrados actuando como marchantes de antigüedades… El hallazgo de los manuscritos del mar Muerto constituyó una ocasión única para una serie de personas que pronto descubrieron el dinero fácil y cómo la arqueología y aquellos rollos de cuero se transformaban en oro. El día en que algunos de los protagonistas de este relato se dieron cuenta del valor que tenían aquellos documentos dejaron a un lado sus ideales, valores, principios y creencias para someterse al dictamen derivado de la traición del negocio, la ley del regateo y el enriquecimiento fácil”, escribe Vázquez. De hecho, muchos de los bimilenarios textos partieron de Israel a diversas partes del mundo. El patriarca ortodoxo sirio Mar Samuel se llevó cuatro rollos para venderlos en Estados Unidos; la Universidad Hebrea de Jerusalén poseía ocho; el Museo Rockefeller, unas 600 piezas; todo ello sin contar con los que estaban en manos de instituciones, marchantes de arte y anticuarios de todo el mundo.

Portada de 'Los manuscritos del mar Muerto'.
Portada de 'Los manuscritos del mar Muerto'.

En 1954, el primer ministro del Estado hebreo, David Ben Gurion, organizó una comisión encabezada por uno de sus asesores más cercanos, el militar y arqueólogo Yigael Yadín. El objetivo era conseguir “a cualquier precio” unos manuscritos hebreos cuya venta anunciaba el Washington Post. “Eleazar Sukenik, profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén, junto con el rector de la universidad y con el apoyo del científico judío Albert Einstein, habían convencido a Ben Gurion de que aquellos documentos constituían el mejor testimonio para demostrar al mundo, especialmente a los palestinos y a los países árabes, que reclamar aquella tierra —el recién nacido Estado de Israel— era, en realidad, la recuperación de su tierra, el país de los judíos, el lugar al que llegó Abraham, la tierra prometida a Moisés y a los hebreos que habían salido de Egipto, el escenario que se habían repartido las doce tribus, la geografía de las monarquías de Saúl, David y Salomón, el reino de Israel que absorbió Asiria y el de Judá que invadió Nabucodonosor. Aquel escenario era, ni más ni menos, el País de la Biblia”, relata Vázquez.

El hallazgo constituyó una ocasión única para personas que descubrieron el dinero fácil y cómo la arqueología y aquellos rollos se transformaban en oro”

Pero, además de su valor político, el hallazgo de los manuscritos supuso un antes y un después en el mundo de la arqueología bíblica. El minucioso análisis del material encontrado, los medios utilizados para identificar fragmentos, la datación a partir de carbono 14 y la necesidad de recurrir a otras ciencias obligaron a los investigadores a estar al tanto de las últimas novedades tecnológicas. Los estudios se centraron fundamentalmente en su identificación, reconstrucción y data. Las técnicas más modernas se incorporaron como elementos imprescindibles. Poco a poco, la presencia de metodología más avanzada, las reproducciones de alta calidad y las composiciones dimensionales hicieron de las máquinas útiles de trabajo, tal como antes lo habían sido la pala, el pico y el pincel. “Este creciente desarrollo tecnológico pasó a ser un aliado de la investigación, hasta convertirse, como sucede en la actualidad, en uno de los elementos indispensables en el estudio del libro sagrado, la arqueología bíblica y la propia exégesis”.

Los expertos concluyeron que los manuscritos fueron escritos entre el 250 a. C. y el 70 d. C., cuando la comunidad esenia desapareció bajo la espada romana. “Los ocupantes de este lugar eran judíos religiosos, piadosos, estrictos observadores de la legislación mosaica. Sus tesoros eran los rollos que contenían los libros bíblicos y otros escritos”.

'Manuscrito de Isaías' expuesto en 2008 con motivo del 60º aniversario de la creación del Estado de Israel.
'Manuscrito de Isaías' expuesto en 2008 con motivo del 60º aniversario de la creación del Estado de Israel. EFE

La sorpresa mayor llegó el 14 de marzo de 1952, cuando Henri de Contenson, un becario francés, consiguió entrar en una cueva de difícil acceso con el techo parcialmente derruido. Albergaba huesos de animales que se habrían refugiado en ella para morir. Entre los escombros asomaban fragmentos manuscritos de pequeñas dimensiones, pedazos de pergamino con restos de escritura hebrea muy deteriorados. Se recogieron también medio centenar de vasijas, veinte con tapa. Era la tercera cueva en la que se hallaban los antiguos textos. Cuando estaban extrayendo los fragmentos, Contenson se dio cuenta de que en un lateral, semienterrados, asomaban dos rollos de cobre oxidado que estaban también escritos. Hebreo esculpido sobre el metal. En realidad, eran las dos partes en que se había roto una única pieza. Contenson los sacó al exterior y dedujo que debían contener una información muy importante: si aquel texto había sido grabado en el cobre, era, sin duda, para que se perpetuase en el tiempo.

El mensaje que se leía hacía referencia a una escalera de cuarenta codos, a un gran aljibe, a un cofre lleno de oro en forma de lingotes, a un monumento funerario y a diversos puntos geográficos, como la colina de Kojilit o el canal del Norte. Ninguno de ellos ha podido ser localizado con seguridad.

El 1 de junio de 1956, el College of Science and Technology de la Universidad de Mánchester fue el lugar elegido para la presentación de este rollo metálico. El experto alemán K. G. Kuhn sostuvo que los tesoros que describía el rollo “habían ido a parar a manos de los hombres de Qumrán, los autores de los manuscritos, a través de algún sacerdote del templo que se fiaba más de aquellos locos del desierto que de sus jefes religiosos, cuya excesiva cordialidad con los romanos se traducía, por ejemplo, en la aceptación de injerencias en asuntos que alteraban las tradiciones de la Ley de Moisés. Aquel infiltrado, sabedor del riesgo que amenazaba a los bienes económicos del lugar sagrado y a los ornamentos litúrgicos de mayor valor, había pedido a la comunidad de Qumrán ocultarlos por un tiempo y elaborar un mapa en clave para identificar su escondite”. Tras su hallazgo, se organizaron diversas expediciones pero todas fracasaron. Ningún punto señalado era reconocible.

Un experto llamado Józef T. Milik comenzó a analizar el texto de cobre desde un punto de vista más filológico. Un estudio gramatical comparado era la única manera de descubrir si su contenido era literatura de ficción o un mapa encriptado. Las cantidades de oro y plata que describía llevaban a la conclusión de que se estaba hablando de unas cien toneladas de metales preciosos, “lo que invalidaba la realidad de la narración”, escribe Vázquez. “Se trataba, por tanto, de un documento de ficción. Ficción literaria. Una obra muy parecida a El libro de las perlas enterradas y de los misterios preciosos, texto egipcio escrito en árabe en el siglo XV que describe lugares llenos de tesoros y proporciona instrucciones para localizarlos.

El nuevo Gobierno israelí, mientras tanto, a través del exmilitar Yigael Yadín, consiguió recuperar, en otros, el Rollo de Isaías, el comentario al libro del profeta Habacuc y el Manual de Disciplina o Regla de la Comunidad, además del Rollo de Lamec o Génesis Apócrifo y el Rollo del Templo, un documento que contenía los planes para construir un tercer edificio sagrado tras la destrucción del que existió hasta el año 70, junto con diversas disposiciones legales. Este rollo, considerado uno de los más importantes de la la literatura del Qumrán, se guarda en el Parlamento hebreo. Tiene ocho metros de largo y es el de mayor extensión de todos los encontrados. Fue escrito por dos copistas distintos, como demuestran sus estilos caligráficos.

El ‘Rollo del Templo’, que se guarda en el Parlamento israelí, mide ocho metros y es el más importante de todos los hallados’

El tiempo y los trabajos de reconstrucción e identificación, y, en general, las aportaciones de innumerables estudiosos han convertido los manuscritos del mar Muerto en uno de los descubrimientos arqueológicos ―junto a la tumba de Tutankamón― más importantes del siglo XX. De momento, solo queda un manuscrito que todavía nadie ha sido capaz de descifrar, quizás el más importante de todos aquellos rollos, el más enigmático, un cobre donde alguien, un judío del siglo I, escribió donde fueron enterrados los tesoros del Templo de Jerusalén. Nadie lo ha encontrado en estos casi dos mil años. Pero puede ser, como dijo Milik, solo una “ficción literaria”.


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Sobre la firma

Vicente G. Olaya
Redactor de EL PAÍS especializado en Arqueología, Patrimonio Cultural e Historia. Ha desarrollado su carrera profesional en Antena 3, RNE, Cadena SER, Onda Madrid y EL PAÍS. Es licenciado en Periodismo por la Universidad CEU-San Pablo.

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