La artista israelí que convierte la sal del mar Muerto en parte de la obra
Una muestra en Jerusalén recorre la exploración de Sigalit Landau de la relación entre creación, naturaleza y paso del tiempo, al sumergir objetos durante semanas en el punto más bajo sobre el nivel del mar
Desde que lo visitaba de niña, la artista israelí Sigalit Landau siente una “atracción fatal” por el mar Muerto que le llevó a incorporarlo a su obra (más como parte del proceso creativo que como escenario) hace ya dos décadas. El punto más bajo sobre el nivel del mar (-427 metros) tiene una densidad y concentración de sal (34%) que no solo regala a los turistas las icónicas fotos leyendo el periódico mientras flotan sin esfuerzo, sino que también le permite a ella explorar la relación entre arte, naturaleza y paso del tiempo. La creadora sumerge en el mar Muerto hasta dos meses objetos que remiten a sus vivencias o inquietudes hasta que acaban cubiertos de una gruesa capa de cristales de sodio que ―además de estética― le otorgan un halo de misterio. Y documenta el proceso en fotografías, instalaciones, esculturas y videoarte que el Museo de Israel, en Jerusalén, expone hasta el próximo junio en la muestra Sigalit Landau: El mar ardiente.
Es el caso de un largo vestido negro casi convertido en blanco por la sal. Landau muestra en ocho fotografías la metamorfosis, en la que convergen varias capas de simbolismo. La más evidente es la bíblica: la mujer de Lot, castigada con convertirse en columna de sal por ignorar las advertencias de los ángeles y mirar hacia atrás cuando escapaba de Sodoma. El fuego que da nombre a la exposición es el que, en el relato del Génesis, usó Dios para destruir Sodoma y Gomorra por sus pecados, y una metáfora del presente deterioro de esta masa de agua de gran significado histórico, religioso y medioambiental. El vestido en cuestión es, además, el que una famosa actriz teatral llevaba hace un siglo al interpretar a una joven prometida poseída por el dybbuk, el famoso espíritu maligno de la cultura judía.
Landau escoge “intuitivamente” las piezas a partir de un “simbolismo personal, político, bíblico…”, explica por correo electrónico. “Son objetos comunes que el tiempo, como sedimento cristalizado, convierte en eternos”. La artista ―que nació en Jerusalén en 1969 y vive en Tel Aviv, tras residir varios años en Europa y Estados Unidos— practicaba de niña el ballet, pero lo tuvo que abandonar. Por ello, eligió un tutú, que ―suspendido con unos cables y una percha― resulta particularmente magnético. La gruesa capa de sal hace que pese 300 kilos. “Es un contraste con la ligereza de la danza”, explica el comisario, Amitai Mendelson, durante un recorrido por la exposición.
¿Por qué el mar Muerto? “Hace milagros que otros materiales y sustancias no aspiran a proveer espontáneamente. Unifica disonancias y desconexiones. Me lleva de la soledad a un trabajo en equipo muy emocionante”, asegura la artista. “Es un espacio prehistórico e histórico en el que me puedo sentir conectada a movimientos tectónicos y a la falta de gravedad”.
Para sacar los objetos, Landau requiere de una grúa y de la ayuda de varios colaboradores. Son, por ejemplo, redes de pesca que compró en el mercado de las pulgas de Jaffa, la localidad palestina hoy anexa a Tel Aviv que contaba con un puerto importante. O una serie de lámparas y candelabros hechos con alambre de espino, en una “yuxtaposición entre la belleza del objeto y la violencia del material” que funciona también como referencia a la corona de espinas de Jesús.
Pese a ser judía, Landau siente un profundo interés por la iconografía y simbología cristiana, que introduce en su obra. De hecho, uno de los objetos que sumergió parcialmente en el mar Muerto es una pila bautismal. No tiene muy claro el origen de esta fascinación, pero apunta a varios momentos de su herencia vital desde hace dos generaciones: los encuentros entre culturas en la antigua ciudadela de Jerusalén (que alberga dos barrios cristianos ―palestino y armenio―, uno musulmán y uno judío), la importancia de las iglesias en la historia del arte o los intentos de convertir al cristianismo a sus abuelos maternos cuando estudiaban en Londres tras huir de Viena en la Noche de los Cristales Rotos de 1938. “Esperar al Mesías es mucho más incierto que representarlo. Sus heridas son más tangibles y concretas que la actitud en el judaísmo: abstracta y a la espera del Mesías”, resume.
Otro elemento presente en su obra es el ciclo de la vida. Un año después de fallecer su madre, se hizo retratar desnuda y flotando en el mar Muerto dentro de una espiral formada por medio millar de sandías. Por una parte, está el círculo, que conecta con el ciclo vital y la infinidad. Por otra, las similitudes: el interior de la sandía con la sangre, la forma con el vientre de una embarazada… Y la contradicción entre la salinidad del mar Muerto y la dulzura de una fruta tan popular en Oriente Próximo. La inmersión desnuda apela tanto al baño ritual que los judíos hacen en el mikve como al bautismo cristiano. “En ella, siempre hay esa tensión entre carne y espíritu. En un nivel muy personal eleva lo físico a lo espiritual, con el dolor como redención”, señala Mendelson.
La muestra incluye una más reciente sucesión de bordados de paisajes europeos. Las hicieron 12 ancianas a las que proporcionó los materiales durante la pandemia de covid. Las eligió por ser uno de los colectivos más vulnerables, al estar aisladas por el confinamiento. Dejó la parte superior de los bordados por encima de la superficie del mar, lo que permite adivinar el resultado. La parte con sal parece nieve en el paisaje.
En la exposición sobrevuela otra de las preocupaciones de la artista: el drama medioambiental del mar Muerto, que define como una “zona de guerra ecológica entre las fuerzas de la naturaleza y las fuerzas de la industria malvada y cortoplacista”. Al oeste, hace frontera con Israel y con el territorio palestino de Cisjordania, pero como esta última está bajo ocupación militar desde la Guerra de los Seis Días de 1967, las playas privadas en esa orilla son israelíes. La orilla oriental es jordana. La extracción por parte de las industrias de ambos países está detrás de su lenta muerte.
Landau lleva años implicada en el tema y se ha cambiado el traje de artista por el de activista para buscar en vano una solución. En la muestra se pueden leer sus cartas para tratar de organizar un encuentro entre los países implicados. En el pabellón israelí de la Bienal de Venecia de 2011 ya ilustró su fracaso con una mesa vacía con 12 ordenadores portátiles. Por debajo, una niña ata a escondidas los cordones de los zapatos de los participantes ficticios para ilustrar su destino común.
La artista también ha imaginado una maqueta del que ha bautizado como Puente de Sal. Sería un lugar de encuentro con tres puntos de acceso, en dirección de las orillas de Israel, Cisjordania y Jordania. El proyecto se ha topado con la política: los acuerdos con Israel suelen percibirse en la zona como una legitimación de su ocupación militar de Palestina. “Es casi imposible hablar a los jordanos sobre el Puente de Sal, y mucho menos a los palestinos”, admite. “Nuestros vecinos evitan todo tipo de intercambio cultural simbólico”.
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