Morante, un rabo, y el amor propio
El torero, amenazado en su podio, no admite competencia y se empeñó en demostrar a todos que él es el artista más grande
Morante ya está donde debe estar: en el corazón de la Sevilla más sentimental y en el frontispicio de la tauromaquia de todos los tiempos. El rabo que cortó este miércoles en La Maestranza es como el Premio Cervantes del arte del toreo, el reconocimiento de que este hombre excéntrico, veleidoso, enamorado del pasado, extraño, singular, aparentemente bohemio, díscolo, extravagante a veces y de gran vida interior es un torero de cuna que nació artista.
Ha tardado 24 años en repetir la salida por la Puerta del Príncipe, ha sufrido vaivenes en su alma que amenazaron con expulsarlo del laberinto de la fiesta, ha sido un torero irregular en su carrera, con días contados muy luminosos y largas y oscuras travesías, y ha tenido que ser en la madurez cuando una llamarada de inspiración le ha sorprendido trabajando.
El fiasco de la encerrona en El Puerto de Santa María con seis toros de Prieto de la Cal, en agosto de 2021, fue la sorprendente paradoja que le llevó a un compromiso personal con la fiesta, a esas 100 corridas al año siguiente, y al protagonismo casi exclusivo del arte taurino.
Y la razón última hay que buscarla en su amor propio. Morante, mal que bien, gozaba del beneplácito de la afición, que lo consideraba el dueño del pellizco. Y en esto que llegan dos jóvenes toreros, Pablo Aguado y Juan Ortega, que amenazan su cetro con una concepción taurina tan honda como sentida.
Nació la raza, la casta, el orgullo hasta entonces dormido de un maestro que descansaba en su zona de confort sin depredadores a la vista. Ahí surgió la rebeldía de un torero con sangre en las venas, y llegaron los resonados triunfos de la Feria de San Miguel de 2021, de la Feria de Abril del año siguiente, de San Isidro…
Solo él sabrá cuál era este miércoles su ánimo al hacer el paseíllo en La Maestranza tras el irrespetuoso lance que protagonizó en la misma plaza el lunes, cuando insultó al presidente porque no le concedió una oreja. Lo cierto es que Juan Ortega, ese muchacho que maneja el capote como los ángeles y tiene la virtud de aminorar el empuje de los toros con sus muñecas, volvió loca a la plaza de Sevilla en el recibo a su primer toro. Y Morante, de nuevo amenazado en su podio, no lo podía consentir. Se removió, entonces, el genio en la lámpara y se empeñó en demostrar a todos que el artista más grande es él y que no admite competencia alguna.
Así, Morante, tomó el capote y pintó verónicas sin par, hizo de la vulgaridad de las tafalleras un monumento a la despaciosidad y el embrujo del toreo, dignificó las gaoneras, se enroscó sobre sí mismo en las chicuelinas, y acabó el cuadro con inenarrables naturales, derechazos antológicos y una estocada de libro. Lo dicho, un artista que hace lo mismo que los demás pero de un modo radicalmente diferente.
José Antonio Morante Camacho cumplió la temporada pasada 25 años como matador de toros (tomó la alternativa en Burgos el 29 de junio de 1997). Tiene 43 años, es natural del pueblo sevillano de La Puebla del Río, y desde su más tierna infancia está ligado a los toros.
Siempre se le ha considerado un torero diferente y un privilegiado con los engaños en las manos. Su carrera es larga y ha sido tortuosa; su ánimo es frágil, él mismo ha reconocido que ha recibido tratamiento por problemas psíquicos, que le llevaron en 2004 a su primera retirada de los ruedos; después, en dos ocasiones más, ha colgado momentáneamente el traje de luces desencantado, según sus propias palabras, con el devenir de la fiesta.
Admirador apasionado de la figura mítica de Joselito el Gallo, (en 2015 compró los enseres de su despacho y lo mantiene como una reliquia en su casa), le obsesionan el pasado y la tradición y rechaza la modernidad; de ahí que mantenga una estrecha relación personal con los dirigentes de Vox. En verdad, es un torero del siglo XXI encerrado en una lámpara de principios del siglo XX. “En el toreo hay que mirar hacia atrás y no hacia adelante. Ser moderno no casa con esta profesión”, decía en este periódico en 2021. “Yo soy un hombre tradicional”, añadía, “y esa idea de que la fiesta tiene que reinventarse me parece un horror”.
Morante se ha casado dos veces, tiene tres hijos y sigue viviendo en su pueblo, en una finca con placita de toros y campo de fútbol, a la orilla misma del río Guadalquivir.
Sea como fuere, ni como persona ni como torero deja indiferente a nadie, ni se reprime para encararse con el director del Centro de Asuntos Taurinos de Madrid por el supuesto mal estado del ruedo de Las Ventas, para decirle al presidente de La Maestranza que no tiene vergüenza porque considera que injustamente le ha negado una oreja o para enardecer hasta la exaltación al público con capote y muleta.
Ese es Morante de la Puebla, que cautiva con su misterio, con esas formas siempre novedosas que ponen a todos la piel de gallina. Como sucedió ayer, cuando la emoción corrió como la pólvora por los tendidos, la felicidad se instaló en La Maestranza, y, desde entonces, Sevilla toda tiene otro color.
No es solo que el rabo sea un hecho histórico, que lo es —el presidente, eso sí, parecía el primer interesado en concederlo—, sino la confirmación de que el toreo es un arte y Morante es su gran representante en la tierra.
Salió a hombros de una multitud enloquecida por el embrujo, la policía local cortó el tráfico en las calles adyacentes, y así, en andas, como si fuera un paso de palio, lo llevaron hasta el hotel.
Y ahora qué… Ahora, a gozar con los recuerdos, que el arte del toreo es tan intenso como efímero. He ahí, quizá, su grandeza.
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