Del ¡Banzai! al beso: tropas japonesas de la Segunda Guerra Mundial en el cine
La muerte de Ryuichi Sakamoto, actor y músico en ‘Feliz navidad Mr. Lawrence’, invita a recordar las mejores escenas de militares nipones de la contienda en pantalla
La reciente muerte del músico Ryuichi Sakamoto, que interpretó como actor de manera inolvidable al capitán Yonoi, henchido de bushido, en Feliz Navidad, Mr. Lawrence (1983), el filme de Nagisa Oshima basado en la novela de Laurens Van del Post sobre las (pésimas) relaciones humanas en un campo de prisioneros nipón en Java en 1942, invita a reflexionar sobre la manera en que las tropas del Sol Naciente de la Segunda Guerra Mundial han sido representadas en el cine. Y cuáles son los grandes momentos, las mejores escenas de esa representación. Una de las más destacables, sin duda, es la del propio filme de Oshima en la que Sakamoto —que por cierto nos ha dejado cuando caen las flores de cerezo (sakura), imagen clásica de la muerte del soldado en Japón— recibe inesperadamente en público un beso de David Bowie, que encarna a un atractivo oficial británico preso, el mayor Jack Celliers.
La escena es de un dramatismo tremendo: Yonoi, katana suspendida sobre el cuello de la víctima, está a punto de despachar a un prisionero frente a las tropas japonesas formadas y los cautivos del campo, para dar ejemplo (y desde luego hay que ver cómo captas la atención cuando decapitas a alguien con una espada de samurái). Y entonces desde las filas de los prisioneros, mientras la banda sonora de Sakamoto echa el resto en un crescendo sensacional, se adelanta Celliers/ Bowie y le endosa dos besos al capitán japonés para asombro y estupefacción de todos (si hay un espectáculo que capte más la atención que el que decapiten a un prisionero es que otro le de dos besos al comandante del campo). La cosa tiene subtexto, claro, no besas a un oficial japonés así porque sí, y menos cuando esgrime una katana: a lo largo de la película (también llamada muy polisémicamente Furyo, “prisionero de guerra” en japonés) hemos sabido que Yonoi siente por Cellers sentimientos muy confusos que van desde la identificación en lo militar (el japonés cree que el británico tiene el mismo sprit de corps y proviene de la misma casta guerrera) a la inconfesada e inconfesable atracción física, vamos que Bowie es muy guapo y de uniforme y debajo de un sombrero australiano resulta irresistible, con bushido o sin bushido.
El caso es que esos dos besos prohibidos que le estampa el mayor al capitán y que confirman lo que todos, nipones y foráneos saben, que Yonoi está coladito por Celliers, desatan un pandemónium. El samurái se desmaya como una geisha o como Kate Sharma besada por el vizconde en la rosaleda de los Bridgerton, salvando las distancias entre la jungla javanesa y la rosaleda de los Bridgerton; los subordinados del oficial japonés se lanzan sobre Celliers histéricos por la afrenta pública al honor de su jefe, y los prisioneros, que tampoco es que puedan silbar o aplaudir (pese a las ganas) no sea que los ametrallen, hacen eso tan británico de aparentar que aquí no ha pasado nada e intercambiar miraditas de vaya con Jack, esto le va a costar un disgusto.
La segunda gran escena del ejército imperial japonés es otro cara a cara entre un oficial británico prisionero y el comandante del campo, aunque en esta ocasión en lugar de beso hay una bofetada. En El puente sobre el río Kwai (David Lean, 1957), basada en otra novela, esta de Pierre Boulle, la historia se centra en el desencuentro entre el coronel Saito y el teniente coronel preso Nicholson que tienen opiniones enfrentadas sobre lo que significa ser prisionero de guerra. De hecho, aunque se exprese con tensión militar y no erótica como en el caso de Feliz Navidad, Mr. Lawrence, nos encontramos con un problema de fondo que es el mismo: para los japoneses caer prisionero era una deshonra —estaba prohibido por el Emperador—, y los soldados que se dejaban capturar por ellos no podían esperar en consecuencia ningún buen trato sino sólo desprecio, sino katana. Hay un dato muy elocuente sobre el diferente concepto de lo que era caer prisionero en el ejército imperial japonés o en el británico o el estadounidense: la estadística muestra que si la ratio prisioneros/muertos era 1 cada 3 en los contingentes Aliados, entre las tropas niponas era de un asombroso 1 cada 120. Vamos que los soldados japoneses no se dejaban capturar más que en casos extremos. En ese contexto —y no habiendo Japón firmado la convención de Ginebra— se entiende que el trato del ejército imperial a sus prisioneros fuera tan deleznable: merecían lo peor por cobardes.
Volviendo a la escena de la que hablábamos, en la que Saito carga espada de samurái como Yonoi pero es definitivamente menos atractivo (y no digamos Alec Guiness que David Bowie), nos quedamos con la imagen de las filas de prisioneros adelantándose impulsivamente molestas por el guantazo a su jefe mientras este los conmina con un gesto de autoridad a mantener el orden (somos británicos, señores, parece decir), y un hilillo de sangre le cae del labio roto. Los japoneses no entienden nada y menos que entenderán cuando todos los prisioneros se pongan a trabajar como posesos y les hagan un puente de rechupete.
Mucho más dramática es la impactante escena de Cartas desde Iwo Jima (2006), la película complementaria de Banderas de nuestros padres desde la óptica japonesa sobre la famosa batalla en la que las tropas del Emperador que defienden los últimos bastiones en cuevas en el monte Suribachi del imparable avance de los marines se entregan a una orgía de suicidios en blanco y negro, algunos con granadas de mano colocadas contra el estómago (espantosa expresión material del concepto de gyokusai, “morir con elegancia como estalla una joya”) que ya ha de doler, empujados por el mismo perverso ethos militar de que rendirse es una vergüenza. La presión para cometer suicidio con granadas o ataques Banzai (“viva”) que el mando ejerce sobre sus subordinados resulta terrible —al cabo para un soldado japonés morir es igual de desagradable que para cualquiera: véase al respecto no sólo la película de Eastwood sino el elocuente No esperamos volver vivos, testimonio de kamikazes y otros soldados japoneses (Alianza, 2015, edición de Diego Blasco Cruces)—.
En La delgada línea roja (1998), de Terrence Malick, encontramos dos escenas de tropas japonesas que también quedan en la memoria. Una es la del combate en su campamento en Guadalcanal atacado por las fuerzas estadounidenses en una secuencia de trávelin a la carrera que arranca en el momento en que se despeja la niebla que cubre el terreno como un sudario adelantado. Los japoneses, bayoneta calada, ametralladora ligera a punto (la Tipo 96, Kyukyu-shiki Kei-kikanju, que ya es nombre) están esperando lo que se les viene encima: una tormenta de fuego, acero y marines en forma que contrastan con los famélicos soldados del emperador, algunos de ellos al borde de la caquexia, heridos y con estrés de guerra y no sólo falta de arroz.
La matanza es terrible, la guerra en su peor aspecto (si es que puede haber alguno que no sea horroroso). Las tropas japonesas en sus horas más bajas, desesperados, retratados como seres humanos atormentados, lejos del tópico de los feroces guerreros sin alma. La otra inolvidable escena de la misma película es la inversa, al final, de la patrulla japonesa de exploradores perfectamente adaptados a la lucha en la jungla, con camuflaje en la ropa y los cascos, que persigue a la carrera al protagonista, el sentimental soldado Witt (Jim Caviezel), que se sacrifica para hacerlos cambiar de rumbo y que no encuentren a sus camaradas. La secuencia culmina con la salida a campo abierto, los soldados japoneses apuntando con sus rifles a Witt y conminándolo a rendirse y este levantando su fusil para morir en un triste final in bellezza bajo el ancho cielo y regresar a su querido atolón con la maravillosa música de Hans Zimmer.
Posiblemente sea El arpa birmana (Biruma no tategoto) la poética película japonesa en blanco y negro de 1956 dirigida por Kon Ichikawa sobre la novela de Michio Takeyama (la ha publicado Ediciones del Viento), la que mejor ha descrito, en contraste abismal con filmes como Objetivo Birmania (Raoul Walsh,1945), que mostraba a los japoneses como meros diablos amarillos abatidos a cientos por Errol Flyn y los suyos, el lado humano de las tropas imperiales y la profundidad de los sentimientos de sus soldados durante la Segunda Guerra Mundial. Desde la escena inicial, con los militares japoneses emboscados esperando para entrar en combate escuchando No hay ningún sitio como el hogar, hasta las escenas con ese Orfeo budista que es el soldado Mizushima, el atormentado solista de la unidad musical del capitán Inouye, animando a sus compañeros para alcanzar una especie de redención mientras pasan a través de los sufrimientos, la pena, las muchas marchas, los combates y los espantos, el filme es un canto a la naturaleza humana a pesar de todo y una incitación a la esperanza. La otra cara de las atrocidades que cometieron los soldados japoneses en Nankín, en la construcción del ferrocarril de la muerte de Birmania, o los horrores del Escuadron 731, la unidad que experimentaba la vivisección con prisioneros de guerra.
En dura competición con la escena del beso de Feliz navidad Mr. Lawrence para mí está otra de mis favoritas de soldados japoneses, la de la despedida de los kamikazes en El imperio del sol. Ya el pasaje en la novela original de J. G. Ballard es conmovedor, pero en la película de Spielberg (1988) es sublime. El joven prisionero Jim (Christian Bale), apasionado de los aviones (otra gran escena es en la que cambia a los Zeros por los P-51, “¡Cadillacs del cielo!”, al ver pasar estos sobre el campo) observa desde la alambrada cómo en el aeródromo vecino los pilotos de la Unidad Especial de Ataque, ese eufemismo para los aviadores suicidas, realizan los últimos preparativos y rituales antes de despegar para irse a estrellar contra los barcos de guerra rivales. En un momento de intensísima emoción, punteada por la música de John Williams, los kamikazes observan al jovencito enemigo saludar militarmente hacia ellos y entonar una canción de despedida, y le responden a su vez con otro saludo. Hay un instante ahí de comunicación y comprensión por encima de todo que pone el corazón en un puño.
Si de aviadores japoneses se trata, y de los portaviones de su Marina, hay que referirse al momentazo despegue de Pearl Harbour (2001, Michael Bay), probablemente lo mejor de ese filme junto con las enfermeras (desde luego no Ben Affleck). La escena en que los aeroplanos nipones, oleada tras oleada, se elevan para ir al encuentro con el destino en las islas Hawai, mientras suena también la música de Zimmer, y los banzáis de las tripulaciones, es fenomenal, de gran carga épica. Casi dan ganas de que ganen la guerra, pero ay, los portaviones estadounidenses no estaban en la base y luego vino Midway. Tengo una gran querencia por esa escena por razones personales (una vez la reproduje en un sketch teatral), aunque tiene algún fallo como lo de que los pilotos que parten tomen sake —eso sólo lo hacían los kamikaze, que no es el caso: faltaban años aún para que la desesperación llevara al mando japonés a montar esas unidades—. Por supuesto, las imágenes de despegue de portaviones de Pearl Harbour, de las que se dice que han inspirado Top Gun: Maverick, han de confrontarse con las similares de ¡Tora!, ¡Tora, ¡Tora!, el gran clásico de 1970.
Pero como somos devotos de nuestra infancia, y todo lo que sucedió allí marca nuestras vidas como el sol naciente los destinos de los soldados japoneses, si hay una escena que yo no puedo recordar sin un especial nudo en la garganta es la del final de Todos eran valientes (None but the brave, 1965, por los versos de Dryden, “None but the brave/ deserves the fair”, la única película dirigida por ¡Frank Sinatra!, que también salía). La primera vez que vi esa película fue de niño en una doble sesión de sábado por la tarde junto con Viento en las velas (la adaptación de Huracán en Jamaica). Lo que empieza como una película de guerra, pasa a ser una comedia costumbrista y acaba de nuevo como filme bélico, narra la coincidencia de dos pequeñas unidades enemigas, una estadounidense y otra japonesa, el pelotón del teniente Kuroki (a través de cuyo diario se narra la historia), en una pequeña isla del Pacífico. Cuando por una suerte de vicisitudes la enemistad se ha convertido en coexistencia pacífica y luego en lazos de amistad entre los soldados de ambos bandos, la terrible realidad de la guerra arriba de nuevo a la isla, la confraternización se acaba y los dos grupos, ahora sabiendo cada uno quiénes son los de enfrente, han de combatir. El resultado es tan desolador (los japoneses son abatidos en un breve enfrentamiento) que al llegar a casa cogí mis soldaditos de plástico de nipones y marines, guardados hasta entonces en sus cajas separados para hacerlos luchar entusiásticamente, y los mezclé con lágrimas en los ojos. No recuerdo si les canté, los saludé, o los besé, pero ya nunca vi a los soldados del Ejército Imperial japonés de la misma manera.
Babelia
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