Beethoven, el enfermo nunca imaginario
La secuenciación del genoma del compositor alemán confirma gran parte de lo que ya se sabía y ahuyenta —ojalá que para siempre— viejos bulos
En la gran exposición inaugurada en la Bundeskunsthalle de Bonn en diciembre de 2019 como preámbulo de las grandes celebraciones del 250º aniversario del nacimiento de Beethoven (luego severamente capitidisminuidas por la pandemia), una de sus secciones ahondaba en las enfermedades del compositor, poniendo un especial énfasis, por supuesto, en su prematura sordera, lo que permitía al visitante observar —casi con pavor— los diversos artilugios —grandes y pequeños— que introducía en sus oídos, así como aprender sobre las terapias —infructuosas— utilizadas para aliviar sus efectos. Un panel adyacente resumía gráficamente las afecciones más importantes de un compositor acosado casi permanentemente por todo tipo de achaques más o menos graves: una posible viruela en la infancia, tifus, cefaleas crónicas, neumonía y otras infecciones respiratorias, fiebre reumática, ictericia, gota, reumatismo, ascitis, múltiples dolencias abdominales recurrentes y cirrosis. A la lista se añade ahora con certeza científica, gracias a los resultados de la secuenciación de su genoma que acaban de hacerse públicos, la hepatitis B.
Una carta a Franz Wegeler, un médico que formaba parte de su círculo de amigos íntimos de Bonn, fechada el 29 de junio de 1801, cuando el compositor tenía tan solo 30 años, es reveladora de sus constantes patologías y constituye además el primer documento escrito de su mano en el que se refiere abiertamente a su sordera, el “gran secreto” que intentaba ocultar por todos los medios para no dañar su prestigio: “Pero ese demonio envidioso [de sus éxitos profesionales], mi mala salud, me ha arruinado los planes: mi audición no ha dejado de debilitarse cada vez más desde hace tres años, y eso ha debido de ser provocado por mi abdomen, que, como sabes, estaba ya entonces [en Bonn] en un estado miserable, pero aquí [en Viena] ha empeorado al verme aquejado constantemente de diarrea y sentirme por ello extraordinariamente débil”. Un año después, el sufrimiento y la desesperación provocados por su sordera le hicieron considerar seriamente la idea del suicidio, y así se entrevé en el conocido como testamento de Heiligenstadt, dirigido a sus hermanos Carl y Johann, a quienes pedía que si, tras su muerte, el Dr. Johann Schmidt, de quien fue paciente entre 1802 y 1807, estaba vivo, había de describir su enfermedad para que “al menos el mundo pueda reconciliarse conmigo tras mi muerte”. Paradójicamente, la música, que percibía con creciente dificultad y perfiles menos nítidos, se convirtió en su tabla de salvación: de esta profunda crisis vital nació, por ejemplo, la Tercera Sinfonía, en la que aquella debilidad de meses atrás se mudó en heroísmo y en un empuje aparentemente incontenible.
El paso de los años no atenuaba sus padecimientos: “Estoy casi siempre enfermo”, escribió el compositor el 25 febrero de 1813 a su amigo Nikolaus Zmeskall, en una carta firmada como “Ludwig van Beethoven Miserabilis”. Y en uno de sus cuadernos de conversación, en abril de 1823, había escrito: “una trágica desgracia, los médicos saben poco y uno acaba cansándose, especialmente si tiene que estar siempre ocupándose de sí mismo”. En el diario intermitente que llevó entre 1812 y 1818, en el que conviven por igual lo cotidiano y lo trascendente, un apunte de fecha indeterminada dice simplemente: “Tomar de nuevo las pastillas el sábado o domingo”. No era un paciente fácil, por supuesto, y todo apunta a que los médicos poco hicieron por aliviar sus dolencias: en la citada carta a Wegeler de 1801 cuenta también cómo un tal Dr. Frank le había recomendado aceite de almendra para su sordera, al tiempo que califica de “asno médico” a otro galeno que le había prescrito baños fríos.
La enfermedad se coló de rondón también en la propia música de Beethoven, unas veces con humor y otras, de nuevo, con trascendencia. Los dos mejores ejemplos del primero los hallamos, como de costumbre, en sus cánones, pequeños pasatiempos imitativos a partir de textos llenos de juegos de palabras con los que el compositor le gustaba obsequiar a sus amigos. A uno de sus médicos, Anton Braunhofer, que le había impuesto una severa dieta para curar un gravísimo problema gastrointestinal, le envió una carta el 13 de mayo de 1825 en la que inventa un diálogo entre un médico y su paciente. Y al final añade un canon a cuatro voces (WoO 189) con el siguiente texto: “El médico atranca la puerta a la muerte; la música [Note] también alivia la aflicción [Noth]”. El 4 de junio, tras no encontrar a su médico en su casa, Beethoven escribió un sencillo canon enigmático a dos voces (WoO 190) de tan solo siete compases en el que se canta única y lacónicamente: “Estuve aquí, doctor, estuve aquí”.
Pero fue también justamente en estos días cuando empezó a componer el movimiento lento de su Cuarteto op. 132, en cuyo comienzo anotó un largo encabezamiento: “Sagrada canción de agradecimiento de un convaleciente a la divinidad en el modo lidio”. Aquí no hay chanza, ni ironía, ni levedad, sino una de las músicas más hondas, confesionales y, en cierto sentido, autobiográficas que compuso Beethoven tras recuperarse de una de sus enfermedades más dolorosas: la que parecía, tras tantos anuncios previos, la definitiva. “Sintiendo nueva fuerza” y “Con intimísimo sentimiento” son dos indicaciones que asoman posteriormente en la partitura manuscrita de otra obra que proclama, una vez más, y más explícitamente que nunca, el poder salvador de la música. Además, excepcionalmente, como había hecho ya en el último movimiento de la Sonata para piano op. 110, Beethoven realiza estas anotaciones tan personales en alemán, no en el italiano habitual (como el beklemmt, “oprimido”, de la Cavatina del Cuarteto op. 130 o el mit Andacht, “con devoción”, de la Missa Solemnis). La música oscila claramente entre movimiento y quietud, entre el ser y la nada. Las secciones escritas en forma de coral parecen trasladarnos al mundo de la polifonía renacentista, mientras que aquellas en las que el músico recupera su fuerza física y creadora son deudoras únicamente del estilo único del último Beethoven. El lidio Fa mayor (con Si natural) de unas suena apagado y translúcido frente al luminoso y diáfano Re mayor de otras. La vida y la muerte, la salud y la enfermedad, se dan la mano sin barras de compás que las separen o las distingan.
La secuenciación del genoma del compositor no solo ha revelado una predisposición genética a las patologías hepáticas (agravadas muy probablemente por un consumo excesivo de alcohol), sino que también descarta por completo, como ya había hecho por medio de documentos registrales el genealogista alemán Theo Molberg, el origen español de la abuela paterna del compositor, un bulo del que ha vuelto a hacerse eco muy recientemente el polemista Norman Lebrecht en su libro Why Beethoven. En el mapa que incluye el artículo publicado esta semana por Current Biology y que muestra con diferentes colores las probables localizaciones de los ancestros autosómicos de Beethoven, los perfiles de España —incluida la “mora” y “meridional” que sigue difundiendo Lebrecht como posible lugar de nacimiento de la abuela de Beethoven para explicar la supuesta tez oscura del compositor— acotan un espacio, por supuesto, de un blanco inmaculado.
Lo que confirma también el estudio son ciertas enfermedades recurrentes del compositor, algo que ya dejó claro el médico Franz Wegeler en el apéndice a sus Noticias biográficas sobre Ludwig van Beethoven en 1845: “El origen de sus males, sus problemas de audición y la hidropesía que acabó finalmente con su vida ya estaban en el hipogastrio enfermo de mi amigo en 1796″. Pero las opiniones personales, la especulación y aquellos palos de ciego de la retahíla de médicos que intentaron, casi siempre sin éxito, paliar sus penalidades físicas han dado paso ahora a las certidumbres de la ciencia.
Babelia
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