La escritora que no sabía leer la hora
Las cartas de Emily Dickinson, reeditadas ahora, son el mejor retrato de una mujer que siempre fue por libre
“A veces me paso ocho días sin salir de casa y vivo muy contento. Si tuviera que permanecer el mismo tiempo bajo arresto domiciliario, caería enfermo. Donde hay libertad de pensamiento, uno se mueve con facilidad en su propio círculo; donde se reprimen las ideas, hasta las permitidas se asoman con expresión tímida”. Este aforismo de Lichtenberg, que valdría para el ya remoto confinamiento, parece escrito para retratar a una escritora que vivió un siglo después del pensador alemán: Emily Dickinson (1830-1886). Es fama que la poeta estadounidense apenas salió de la casa familiar de Amherst (Massachusetts). Lo que no es tan conocido es que antes había pasado por un internado religioso en el que no aguantó más que un curso. La muchacha de halo místico que vestía de blanco no soportó la imposición del dogma.
Emily Dickinson, cuya altura solo alcanzaron monstruos como Herman Melville o Walt Whitman, apenas publicó ocho poemas en vida. Hoy su obra está fijada en 1.700 poemas y poco más de 1.000 cartas. En unos y en otras está la vida interior de alguien que pareció no tenerla exterior. Falso. Leyéndola se tiene la sensación de estar ante alguien a quien nada pasaba inadvertido. Nada ni nadie. Empezando por su padre, un hombre de corazón “puro y terrible”, por el que sentía devoción pero al que hacía poco caso respecto a sus recomendaciones literarias, reducidas drásticamente a un libro: la Biblia. El resto de lecturas podía “confundir” a su hija, que andaba a la suya: “No supe leer la hora en el reloj hasta los 15 años”, dirá en una carta. “Mi padre pensó que me lo había enseñado pero yo no lo entendí y tuve miedo de decirlo o de preguntarle a otra persona”.
“Nunca tuve una madre”, anota sin tapujos. “Supongo que una madre es alguien a quien acudes cuando estás preocupada”
¿Y su madre? “Nunca tuve una madre”, anota sin tapujos. “Supongo que una madre es alguien a quien acudes cuando estás preocupada”. Todo cambió, no obstante, cuando su progenitora queda paralítica y ella la cuida hasta el final. El dolor la volvió otra: “Murió una madre más completa que la que ya había muerto antes”.
Lumen acaba de reeditar una buena selección de esa correspondencia, en una edición cabalmente anotada y traducida por Nicole d’Amonville Alegría y con cubierta de Paula Bonet. De Silvina Ocampo a Marià Manent pasando por Ernestina de Champourcín, Juan José Domenchina, Carlos Pujol, Enrique Goicolea o Lorenzo Oliván, la poesía de Emily Dickinson es desde hace décadas una presencia habitual en la lengua española. Sus imprescindibles cartas tardaron más en serlo. Por eso se recuerda como un acontecimiento la selección ―primera en castellano― que Margarita Ardanaz publicó en 1996 dentro de la impagable colección de Grijalbo El espejo de tinta, pionera en la apuesta por la primera persona cuando era poco menos que frívolo exhibicionismo. “El marino no puede ver el norte, pero sabe que la aguja sí”, leímos en esa antología. También Emily Dickinson sabía. Días antes de morir, y sin perder el humor, envió tres líneas a dos de sus corresponsales, las hermanas Norcross: “Primitas: / me reclaman. / Emily”.
Babelia
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