Autofágica: la cultura vive entre el canibalismo y el ayuno intermitente
Privarse de alimento durante dieciocho horas seguidas, reventarse a sentadillas y hartarse de bróculi garantizan la eternidad, pero ¿cómo me leo el ‘Genji Monogatari’ si tengo que levantarme de la silla cada cuarto de hora?


La cultura ha trabajado el canibalismo entendido como amor, mística, aventura o yuyu tabú: Apocalipsis caníbal; la olla para cocer a Quatermain-Chamberlain y Sharon Stone en el remake de Las minas del rey Salomón; el enamorado caníbal Chalamet en la última de Guadagnino; hechos reales de amantes antropófagos; Antonio de la Torre mastica filetes en Caníbal de Martín Cuenca; Saturno comiéndose a su hijo. Me acuerdo del título con el que llegó a debate la primera novela de Ray Loriga, Lo peor de todo. Aunque este dato no lo revelaré. Sin embargo, nunca había pensado encontrar un vídeo de YouTube en el que un médico explica las ventajas de la autofagia, que no consiste en pegarse mordiscos a una misma hasta matarse. Pero se le parece.
La autofagia es un proceso —metabólico, como la lectura— mediante el cual el cuerpo elimina lo que lo daña a través del ayuno intermitente, la ingesta de crucíferas y los ejercicios con pesas. Entre otras cosas. Su objetivo es el crecimiento de las patitas de nuestros telómeros cuya extensión garantiza una longevidad no sé si feliz, pero indudablemente disciplinada. Privarse de alimento durante dieciocho horas seguidas, reventarse a sentadillas y hartarse de bróculi garantizan la eternidad. Aunque no queden energías más que para decidir el menú del día siguiente —la coliflor rebozada, no—. La autofagia no nos hace joviales y gratas de ver a los doscientos años, incombustibles al rayo de sol que fulmina al vampiro —para eso es más recomendable la taxidermia—, sino que en realidad responde al significado literal del término que lo designa: nos autofagocitamos hasta desaparecernos, hasta alcanzar la virtus anoréxica y el ideal Sissi, hasta dejar de existir, hasta perder la memoria por falta de alimento cerebral. La estampa de la lejía física y psíquica. Quizá nos iluminen visiones eremíticas que cuajan en bellos poemas alucinados, pero fuerzas para escribir la gran novela de Moratalaz no nos van a quedar.
Exageraciones deportivas y dietéticas contradicen la euritmia clásica del mens sana in corpore sano. La mens no puede estar bien sin un poquito de vino y sin conversaciones que nos hagan saltarnos, sin culpa, el pilates. La mens no puede estar bien si, con los cuadrantes de una vida autofágica, no encuentro un minuto para encajar esas lecturas que obligan placenteramente a no despegar las posaderas del sillón durante más de tres horas seguidas: ese es un pecado que no sé quién dice que debería estar penado por la ley. ¿Cómo me leo yo el Genji Monogatari si tengo que levantarme de la silla cada cuarto de hora? La autofagia conviene en tiempos de topar el precio de la cesta de la compra, aunque más bien la practican personas pudientes que no comen precocinados. Las pobras, sin saberlo, son autofágicas de siempre: llevan tirando toda la vida de sus reservas y leyendo libros de segunda mano a la puerta del Burger. Autofagia es contrafigura del acto de leer como proceso metabólico. Saramago dijo: “Todo el mundo me dice que tengo que hacer ejercicio, que es bueno para mi salud. Pero nunca he oído a nadie decirle a un deportista: ‘Tienes que leer”. Ahora escuchamos a Murakami mientras subimos corriendo una cuesta. Elección excelente, habida cuenta de que no hace falta una gran concentración y lo importante es reutilizar los aminoácidos.
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