Cultureta
En el tira y afloja entre sacerdotes y mercaderes del templo ganan por goleada mercaderes que imponen criterios con autoritarismo ‘light’
Pensar la cultura, la literatura, sirve para agrandar conflictos o conformidades respecto a lo real. Hay quien defiende que el concepto de literatura es anterior a la construcción de los artefactos literarios: quienes leemos y escribimos nos ajustamos a una noción previa. Desde otra perspectiva, la literatura se decanta conceptualmente a partir de los rasgos de ciertos textos. El concepto literatura, nunca esencialista, marcado por la contemporaneidad y dinámico, quizá resulta de ese tira y afloja que nos lleva desde el nombre hacia la realidad y desde la realidad hacia el nombre. El primer impulso es académico, educativo, basado en el principio de autoridad; el segundo se ancla en el espacio lábil y misterioso del gusto popular: la recepción —¿pura, ajena a influjos ideológicos?— nunca se equivoca porque ha comprado un libro y le exige una rentabilidad —no sabemos si estética—, que legitima literariamente un texto. Una visión neoliberal de la cultura, que coincide supuestamente con la actitud democrática —¿demagógica?— nos empodera en el gesto de comprar y nos instala en una suerte de fantasía respecto a la propia identidad basada en nuestras opciones de consumo. Las élites excluyen, pero lo masivo arrastra considerando agresiva toda discrepancia: si no te gusta Madonna, insultas a sus fans. Falso. Así, a la fuerza, pero muy libremente, toda cultura es pop. Toda política es pop. Toda academia es pop. En el tira y afloja entre sacerdotes y mercaderes del templo ganan por goleada mercaderes que imponen criterios con autoritarismo light: como si tú hubieras elegido hasta tus miserias. Unas sí, otras —especialmente si provienes del lado malo del mundo— no. Los mercaderes manejan una idea de lo cultural siempre complaciente y generan conformidad en un espacio de recepción intolerante en la polémica sobre su capacidad de elegir y gratificado cuando excepcionalmente puede pagar una entrada de 20 euros para ver Avatar en un sillón ortopédico. Esta descripción le cuadra al algoritmo que hace de Colleen Hoover, tejana de 42 años, la autora más vendida del mundo: escritas para complacer a los fans, sus novelas mezclan misterio y romance, corren por las redes como la pólvora y aspiran a entretener. Una acepción restrictiva del entretenimiento —pasar con emocionada velocidad las páginas— comprime la idea de la literariedad, es decir, lo que convierte en literario a un texto: hoy la literariedad la otorga la unanimidad en el consumo y esto es tan trágico que hasta los sacerdotes, que acaso serían contrapeso educativo frente a la inercia trituradora del libérrimo interés económico, jaspean sus currículos de bestsellers: las universidades deben ser rentables y, para enseñar cine negro, ponen pelis en color porque, si no, el alumnado se pira.
Esta valoración cuantitativa y clónica del acontecimiento cultural afecta al periodismo sometido a la exigencia del tráfico. Cuando se escriben cosas que, equivocadas o no, no acompañan la visión del mundo mayoritaria y no se frecuentan las redes, es normal que el tráfico no sea voluminoso y esas opiniones desaparezcan: con esa fórmula conseguimos que todo siga dentro del 1 o del 0, obstaculizando discursos disidentes por difíciles. Y viceversa. Porque tenerle respeto a la audiencia no es lo mismo que hacerle la pelota. Gracias por haberme dejado disentir en fondo y forma. A partir del jueves 9 de febrero nos vemos en las páginas de Cultura de este periódico.
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