Trajeada
Tal vez deberíamos reflexionar sobre las implicaciones de que una experiencia virtual, individual y de parque de atracciones actúe como generador de conciencia
La Universidad de Granada ha desarrollado un “traje de la vejez”: “gafas, chaleco, guantes, zapatos, rodilleras, coderas (…) tecnologizadas para provocar en el usuario las limitaciones físicas y sensoriales susceptibles de ser padecidas por las personas de 85 años en adelante”. Lo prueban una trabajadora social y una médica. El objetivo del traje, un exoesqueleto que simula acúfenos, cataratas y artrosis, sería acrecentar la empatía de profesionales geriátricos metidos en la piel de personas que nos parecen irritantemente lentas y torpes. Como si lentitud y torpeza fueran provocaciones seniles, destinadas a alterar nuestros nervios. El proyecto usa la tecnología para cambiar la percepción sobre esa vejez que llegará y será mayoritaria: el cuerpo anciano y sus ineficacias ―en cuerpo incluyo mente―, el espacio que ocupan esos cuerpos, el dinero que cuestan esos cuerpos, constituyen un problema central en una sociedad envejecida y, a la vez, movida por la rentabilidad ―también la del espacio que se ocupa―. Sociedad veloz, individualista. La multitarea ya no consiste en cantar y hacer café al mismo tiempo, sino en una centrifugadora caleidoscópica que redunda en dispersión, falta de concentración, olvido, explotación laboral y ansiedad.
Procuro procesar lo que pasa ―este traje, por ejemplo― desde un posicionamiento crítico, que no me convierta en un dinosaurio, pero que tampoco me haga dar palmas movida por cualquier aparatología virtual. Desde la convicción de que la esperanza no se logra solo a través de la complacencia, desde mi preocupación por la vejez y, sobre todo, desde el respeto hacia las personas que han desarrollado el traje, planteo una pregunta: ¿quiénes lo usarán? Porque esta invención solo refuerza el conocimiento previo de la médica que se lo pone y, sin embargo, en alguien ajeno a la geriatría puede, como el FaceApp, usarse recreativamente o generar la ilusión de que, por vestir el traje, me sensibilizo o me voy a concienciar más allá de los 10 minutos de trampantojo tecnológico. ¿Este artefacto es necesario o sería más didáctico visitar una residencia de la tercera edad, observar en casa a nuestros abuelos y abuelas, no apartar la mirada?, ¿es necesaria la sofisticación del cableado para entender el curso de la vida y la degradación? Corremos el riesgo de desechar sociología, sentido del tacto, escucha atenta. El compromiso de ir a un geriátrico. Empatizar. Conversar con ancianas que viven solas en sus hogares. Tal vez deberíamos reflexionar sobre las implicaciones de que una experiencia virtual, individual y de parque de atracciones actúe como generador de conciencia. Creer que volamos con unas gafas de realidad virtual no es lo mismo que volar. Yo aspiro a volar y temo que el hecho de creer que vuelo anule mis posibilidades de conseguirlo. Por otra parte, reducimos nuestros intereses a un universo pequeño que pasa por lo que podemos sentir físicamente. En esa reducción hay algo mezquino que nos resta elevación intelectual y empaque solidario. El príncipe debería entender qué es la pobreza sin disfrazarse temporalmente de mendigo. Otra cosa es que no le dé la gana. Lo personal es político, pero lo personal no puede simularse y también hay algo político más allá de lo estrictamente personal. En lo humano. En la conversación conflictiva o empática entre seres humanos de distinta condición. Porque la máscara es el rostro y corremos el riesgo de quedarnos limitadas a exoesqueleto inalámbrico.
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