¿Qué tienen de malo la lujuria o la gula? Los pecados capitales, reinterpretados en nueve libros
La editorial PPC, de confesión católica, publica una colección sobre los excesos en los comportamientos humanos adaptados al siglo XXI con textos de pensadores agnósticos o de varias creencias
En Desmontando a Harry, Woody Allen encuentra en un círculo intermedio de los Infiernos, entre otros atormentados, al carpintero que inventó los muebles de metacrilato. Es un original pecador, ausente en el ajuste de cuentas de Dante, en Divina Comedia, contra los viciosos de su tiempo. Tampoco encontraríamos hoy a los glotones de los que habla Platón en República. ¿Acaso es pecado, todavía, la gula? ¿Lo es la pereza? ¿Son solo siete los pecados capitales como se afirma en el catecismo cristiano y documentó con humor Fernando Díaz-Plaja en el libro El español y los siete pecados capitales (Alianza D.L. 1966), un superventas de la época llevado al cine en 1980 por José María Forqué? La editorial PPC lanza ahora nueve libros sobre otros tantos pecados capitales (a los siete clásicos añade la tristeza y la maledicencia), con prólogos del filósofo Javier Gomá. Entre los autores hay variedad: poetas, filósofos, una pensadora judía (Esther Bendahan, del Centro Sefarad-Israel), un arquitecto, escritores de confesión católica y también agnósticos. En frase del director editorial de PPC, Javier Navarro, el conjunto ofrece una buena interpretación de la sociedad actual.
Al principio del cristianismo había ocho pecados capitales, hasta que el papa Gregorio Magno, el inventor del Purgatorio, ordenó hacia el año 590 que fueran siete. El último Catecismo de la Iglesia católica, de 1997, los mantiene: lujuria, gula, avaricia, pereza, ira, envidia y soberbia. Había precedentes griegos y romanos precristianos. En Ética a Nicómaco, Aristóteles hace su propio recuento, pero definiendo a sus contrarias, las virtudes.
Rara vez se habla ya del pecado, ni siquiera desde los púlpitos eclesiásticos. Más aún: algunas represiones del pasado son vistas ahora como conquista de derechos humanos. Hablamos del pecado sin pensar en religión. Cristina Sánchez Aguilar, que escribe en PPC Lujuria, un vicio capital, empieza reconociendo que ya Dante se mostró comprensivo con los lascivos, situándolos en su Infierno tan solo un escalón por debajo del limbo. “Si Dante levantara la cabeza”, lamenta la autora, en la idea de que aquellos pecados “han caído en desuso” o, incluso, se han convertido en un símbolo de libertad. “Ni siquiera algunos de los vocablos que los definen están presentes en el lenguaje. La avaricia, la gula, la soberbia, la lujuria… están desterrados del pensamiento como pecados, aunque no los hayamos desterrado de nuestras obras”, añade.
Efectivamente, qué tienen de malo la lujuria o la gula, salvo cuando atentan contra la sociabilidad humana. La epopeya alegórica en tercetos encadenados de Dante en el Infierno aparece hoy como un cotilleo morboso cuando se ensaña, inmisericordemente, con los personajes que le amargaron la vida en Florencia. Goethe, en Fausto, incluso prefiere el infierno, pese a parecerle horrible, al Purgatorio, que le resulta “ambiguo”, y “tedioso” el Paraíso.
Curiosamente, los autores reunidos por PPC hablan poco del pecado —menos aún de religión—, salvo para cuestionar el propio concepto, casi con la actitud del feligrés distraído que llega tarde a misa, mediado el sermón del oficiante, y pregunta a un vecino: ¿De qué está hablando el cura? Del pecado. ¿Y qué dice? Que no es partidario.
La poeta Marifé Santiago Bolaños, doctora en Filosofía, es la autora de Envidia. ¿Mató Caín a Abel por envidia? ¿Envidia Yago a Otelo? ¿Envidia la madrastra a Blancanieves, y las hermanas a Cenicienta? El libro llega a conclusiones, por supuesto —por ejemplo, la biliosa envidia no sabe decir “nosotros”—, pero es, sobre todo, una reflexión en la que afloran mitos, poemas, relatos literarios y mucha reflexión filosófica, como el recuerdo de un Sócrates diciéndole a uno de sus compañeros de pensamiento que la virtud tal vez no pueda enseñarse, pero sí pueden señalarse acciones que han sido virtuosas.
El filósofo Miguel García-Baró también abre el libro Avaricia afirmando que semejante vicio no debería figurar en la lista de los pecados tradicionales porque es solo la forma definitivamente loca de la codicia, tener por tener, el gozo del oro “en soledad diabólica”. Para ser avaro —immoderatus amor habendi, define Tomás de Aquino—, hay que poseer ya mucho y dedicarse, con deseos inmoderados de tener, a la ampliación constante de lo que ya se tiene. ¿Pecado? Sostiene García-Baró que los seres humanos suelen jactarse de sus vicios. A los católicos, en cambio, se les enseña que antes entrará un camello por el ojo de una aguja que un rico en el reino de los cielos. Poco importa. Abundan quienes presumen de poseer de todo. Los medios de comunicación los jalean como a héroes a imitar, acogiendo cada año la lista de los más ricos del mundo. Sin embargo, el avaro aparece en el imaginario popular como un viejo delgaducho, sin tiempo ni humor para caer en la glotonería. El avaro no reserva billetes para viajar a la Luna. Hoy, el avaricioso peca de orgullo y de soberbia. De narcisismo. El jesuita Xavier Quinzá titula su libro Vanidad.
La metáfora de la ‘caída’
Los predicadores suelen usar la metáfora de la caída. “Caemos en la tentación”, como si nos empujaran, como un tropiezo. Con esta idea entran los filósofos de la moral a reflexionar sobre la comida. Lo hizo Platón, poniendo en boca de Sócrates la idea de que la primera clase de desenfreno en el ser humano es la gula, es decir, la desviación de la manera correcta de comer. Es un pecado olvidado, no capital. El arquitecto y artista plástico Álvaro Galmés Cerezo repasa en Gula la tradición literaria, desde los líricos griegos arcaicos hasta los poetas malditos, la Biblia o las novelas de caballería.
En cambio, la ira es un pecado genuinamente capital, según la definición clásica del término capital (de caput, capitis, cabeza, en latín). No se refiere tanto a la magnitud del pecado, sino a que da origen a muchos otros pecados. Es la idea de Rafael Narbona, crítico literario y profesor de Filosofía, que escribe Ira. Para empezar, el autor ha de superar una expresión que enrarece la idea de la ira como pecado. Se trata de “la ira de Dios”, como amenaza evangélica. Según Narbona, la gran innovación del cristianismo consistió en desvincular a Dios de cualquier forma de ira o violencia. También sostiene que la virtud realmente opuesta a la ira no es la templanza, sino el perdón. El libro ilustra cómo la ira ha ocupado un lugar central en las grandes obras de la literatura (Aquiles, Otelo, Edmond Dantés, el capitán Ajab), pero, al hilo de la pregunta sobre si es la violencia el impulso primario del ser humano, también analiza los comportamientos de algunos de los ídolos de nuestro tiempo, no siempre ejemplares.
¿La pereza como pecado? Es una debilidad que nos señala como humanos, afirma en Pereza Asunción Escribano, poeta y catedrática de Lengua y Literatura. De todos nuestros defectos, la pereza es el que más nos gustaría disfrutar. Sin embargo, Dante reserva en su Infierno el mismo destino a los iracundos que a los perezosos o melancólicos. Escribano aborda la pereza desde la retórica —lenguaje, metáforas, refranes—; la estética —su presencia en la literatura y el cine—, y la ética global.
Buenos días, tristeza
En una colección que se anuncia como lectura del ser humano en nueve libros no podían faltar la maledicencia y la tristeza. Son signos de este siglo. “Lo contrario de la tristeza es la realidad”, dijo la mística Simone Weil. Debió de pensarlo después de formar parte de la Columna Durruti en la incivil guerra española. El capuchino Víctor Herrero confiesa que pensó en esa frase cuando decidió escribir Tristeza. Es un libro inquietante: la idea de quienes aman sus tristezas porque, sin ellas, deambularían despojados de una parte de su ser. Françoise Sagan ya lo insinuó en Buenos días, Tristeza, en los años cincuenta del siglo pasado en Francia, aquel gozar de estar triste que convirtió la novela, escrita a los 18 años, en un fenómeno literario y cinematográfico.
Los vicios capitales clásicos, siete, han sido objeto de poemas, películas, textos… Esther Bendahan Cohen se preguntó, antes de escribir Maledicencia, cuál fue el vicio que dejó de serlo, cuando la lista llegaba a ocho. Descubrió que era la tristeza. No estaba de acuerdo. “Tal vez el hablar mal sea ese octavo vicio capital que desplace a la tristeza”. Pensadora judía nacida en Tetuán, en el seno de una familia sefardí, a Bendahan le habría gustado llamar al libro Lengua venenosa (en hebreo lashón hará). En tiempos de las redes sociales, tantas veces convertidas en redes fecales, la palabra maledicencia resulta poco contundente para reflejar el mal que producen las palabras mal dichas.
Desobediencia, el primer pecado
A modo de posdata y entrando en religiones, este repaso a los vicios quedaría incompleto para los cristianos si se omite que el papa Juan Pablo II, polaco formado más allá del Telón de Acero, insistió en su catecismo en que el primer pecado del hombre, “abusando de su libertad”, fue la desobediencia de Adán en el Paraíso. “Desde entonces, una verdadera invasión de pecado inunda el mundo”. La consecuencia para los creyentes es la extravagante idea del pecado original: la doctrina de que, por aquel acto de curiosidad de Eva, que hoy parecería loable, “la muerte alcanza a todos los hombres, por cuanto todos pecaron cuando pecó Adán” (artículo 402).
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