‘El frío que quema’: abismos de pasión con desnudo nazi y odios andorranos
El filme quiere ser otro wéstern en territorio inhóspito, pero nunca le alcanza. Porque las razones últimas que mueven a los personajes tienen mucho más que ver con el folletín

Las películas sobre los temas más imponentes, más graves, más relevantes para el ser humano y para la Historia, con H mayúscula, son las que corren más peligro de acabar cayendo en el rubor. Si a la poderosa altura de lo que se está intentando contar se añaden continuas tentativas de estilización, incluso de sublimación, subrayando aún más la relevancia de la propia obra, más vale que tanto la pieza en su conjunto como la suma de sus partes tengan verdadera enjundia: política, social, filosófica, artística, humana.
Porque si no se logra o, aún más allá, si se queda lejos de esa altura dramática tan solemne que se está marcando con todos los elementos cinematográficos de forma y de fondo, el conjunto se derrumba hasta ser mucho más nimio que cualquier sencilla película sin intenciones, sin grandes ambiciones ni logros. Estas, las segundas, pueden ser poco o nada. Las primeras, las que van de todo, terminan siendo menos que nada. A El frío que quema, debut en la dirección de Santi Trullenque, le ocurre exactamente eso.
Los abismos del paisaje, las cumbres andorranas durante la posguerra española y la II Guerra Mundial. Año 1943. La actitud de los seres humanos durante las contiendas, alrededor del odio, de las rencillas, del peso del presente y la losa del pasado. La pasión y el amor por encima de cualquier contingencia. La presión de la violencia, del exterminio, de la mecánica del poder nazi. La huida hacia ninguna parte, al encuentro de un posible lugar en el mundo donde no quepa la abominación contra el pueblo judío. No son temas ni tiempos ni lugares baladíes. Y Trullenque y sus colaboradores le suman pompa sin demasiada circunstancia. Una banda sonora constante y muy vehemente que remarca hasta la extenuación la supuesta grandeza de las emociones, de las situaciones y de los lugares. Cámaras lentas con la nieve cayendo sobre las vidas de las criaturas. Gratuidades, como ese plano frontal de desnudo completo masculino del nazi admirándose en el espejo en el primer minuto de película, como si no se hubiese asimilado bien La caída de los dioses, de Visconti.
Y sin embargo, todos los grandes temas que pretende exponer Trullenque se le escapan vivos, sin profundidad, sin un buen diálogo que echarse a la boca. Diversifica tanto que no se centra en nada, y cuando lo hace en alguno de los más complejos aspectos del relato, por ejemplo, las delaciones en tiempos de guerra, resulta que se deben a cuestiones relacionadas con la fidelidad y la cama, y no a razones sociales, ideológicas o políticas. Es decir, justificaciones que valdrían para cualquier otra película cuando se ha decidido enmarcarlas en un tiempo de batalla moral con los demás y hasta con uno mismo.
Quiere ser El frío que quema otro wéstern en territorio inhóspito, pero nunca le alcanza. Porque las razones últimas que mueven a los personajes tienen mucho más que ver con el folletín que con la épica o el crepúsculo. Las encrucijadas en las que se ven envueltas las vidas de sus personajes podrían haber tenido interés con un tratamiento más mesurado, sombrío o íntimo. Pero hay un empeño máximo en alzar la voz a través de la imagen y el sonido. Grandilocuencia, ¿por qué y para qué? Y además, queda el nazi más estereotipado de la historia de los nazis de película, que ya suelen ser puro estereotipo.
El frío que quema
Dirección: Santi Trullenque.
Reparto: Greta Fernández, Roger Casamajor, Adrià Collado, Daniel Horvath.
Género: drama. España, 2022.
Duración: 116 minutos.
Estreno: 20 de enero.
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