David Crosby, el ‘hippie’ pelmazo y de gran olfato que impulsó Laurel Canyon
Chulo, adicto y dogmático, el fundador de The Byrds y Crosby, Stills & Nash, que ha muerto a los 81 años, fue el pegamento de la irrepetible tribu folk que desde Los Ángeles iluminó a la música norteamericana en los setenta y setenta
La mítica escena de Laurel Canyon tuvo a David Crosby, nacido en Santa Bárbara y fallecido este jueves, a su gran agitador. Fue el huevo antes de la gallina, o viceversa. Fue el músico que, con menos talento que otros de su generación como Roger McGuinn, Neil Young, Joni Mitchell o Stephen Stills, supo ser el pegamento de todos esos desarrapados con visiones rompedoras y hambre de experiencias para conseguir trasladar los cuarteles del pop a la soleada California, justo en el vecindario montañoso de Laurel Canyon, el olimpo de los melenudos y las hootenannies.
Las hootenannies —pequeñas reuniones de cantantes folk con guitarras acústicas— llevaban celebrándose en Los Ángeles desde el fin de la II Guerra Mundial. Sin embargo, a finales de los cincuenta, la dispersión de estos encuentros se agrupó en clubes y cafés que empezaron a proliferar al oeste del viejo Hollywood. Especialmente importantes fueron el café Unicorn, abierto en 1957 en Sunset Boulevard, y, sobre todo, el club Troubador, que en 1961 se mudó de Sunset Strip a Santa Mónica, arrastrando consigo al grupo folkie con mentalidad más comercial. De entre todos esos pavos reales, dispuestos a brillar tanto como las estrellas del nuevo Hollywood, uno destacaba por chulo y dogmático: David Crosby.
Crosby era el hombre que siempre estaba ahí, un habitual de esa tribu aspiracional con su verborrea y sus soflamas de folk combativo, o, como le calificó el periodista Barney Hoskyns en el imprescindible libro Hotel California. Cantautores y vaqueros cocainómanos en Laurel Canyon (Contra), el “osito de peluche lascivo de mente traviesa que cantaba canciones protesta plañideras imitando a Woody Guthrie”. Un tipo que conocía a todo el mundo y todo el mundo le conocía o le quería conocer. Si el Troubador, como gran club catalizador de esa incipiente escena, siempre tuvo un ojo puesto en el éxito, Crosby, su gran maestro de ceremonias, también.
Era el nexo de unión, un auténtico conseguidor y el tío que presidía las mejores hootenannies. Su ojo estaba puesto en el éxito comercial, pero también en la cascada de hedonismo que emanaba al calor del soleado y librepensador nuevo Hollywood. Se bebía todo, se metía de todo y perseguía a todas, a pesar de que sentía vergüenza de su físico rollizo en comparación con el resto de hippies. Dallas Taylor, el baterista que tocó con Crosby, Stills & Nash y varias formaciones de la época, aseguraba que él y Keith Richards aficionaron al jaco a medio Hollywood. Eve Babitz, la mejor cronista de ese Hollywood fiestero y desenfrenado, fallecida el pasado año, decía que, cuando se iba al Troubador, “se podía oler el semen desde la calle” a causa de todo el sexo y drogas que aguardan en su interior. A Crosby se le olía desde dos manzanas más lejos.
Crosby era la escena y, por tanto, guardaba todas sus contradicciones. Jackson Browne lo describió mejor que nadie cuando lo definió como “hippy trucado”. “Tenía una furgoneta Volkswagen con motor Porsche y esa combinación lo decía todo de él”, recordaba. Se erigió como su gran portavoz y se hizo más pelmazo de lo que ya era. Frases grandilocuentes, aires de superioridad moral e intelectual y entregado al sexo, drogas y —quítese rock’n’roll en este lado bronceado del país— folk de izquierda progresista. Esta actitud afectó a sus grandes proyectos: The Byrds y Crosby, Stills & Nash (CS&N).
Igual que tenía olfato para relacionarse, también lo tuvo para saber qué música era la cool en el nuevo orden que había dejado el terremoto del rock’n’roll entre los adolescentes norteamericanos. Fue una de sus virtudes. Quizá la mejor. Con su cara redonda, vio en el Troubador a unos chicos que se hacían llamar Jet Set e, impresionado, se subió a cantar con ellos al escenario. Los nombres reales de esos chicos eran Roger McGuinn y Gene Clark. Juntos, más el bajista Chris Hillman y el baterista Michael Clarke, fundarían en 1964 The Byrds, impulsados por el histórico efecto llamada que tuvo la aparición de The Beatles en la música pop. Todos los adolescentes norteamericanos quisieron formar una banda en sus garajes o institutos.
Con permiso de The Beach Boys y Creedence Clearwater Revival, The Byrds fueron la mejor respuesta de Estados Unidos a The Beatles. De hecho, fueron la primera, con una trascendencia aún perdurable gracias a esas armonías vocales sublimes y a empujar a Bob Dylan a darse cuenta de que en el nuevo pop, fuera del cerrado circuito de folk de Greenwich Village, estaba la gloria. Una banda especial, amantes y conocedores de la tradición sonora americana, donde las visiones artísticas de todos confluían y buscaban su espacio. Crosby, con su voz cristalina, aportaba un sentido de la balada y cierta querencia por los pasajes jazzísticos. En el fondo, era una parte menos fascinante en comparación con los repiques esplendorosos de guitarras campanilleantes de doce cuerdas de McGuinn, los bajos melódicos imponentes de Hillman o la mera presencia de Clark, el mejor compositor de todos y un derroche de calidad.
Para el verano de 1967, Crosby, siempre inseguro ante el talento que le rodeaba, ya se había vuelto insoportable para McGuinn, líder del grupo. El Monterey Pop Festival fue la gota que colmó el vaso. Sobre el escenario, había soltado toda una diatriba política por el asesinato de Kennedy y, además, se subió a cantar con Buffalo Springsfield, los nuevos chicos molones folkies que le quitaban cacho a The Byrds. Él y Hillman fueron a su casa para comunicarle que le echaban por ser “malísimo”.
El perejil de todas las salsas que era Crosby supo buscarse la vida, aparte de tener otros intereses. En Monterey había sabido convertirse en el puente de unión entre Los Ángeles y San Francisco, lo que llevó a unirse al talentoso Stephen Stills, de Buffalo Springsfield. Los dos se venían arriba en las hootenannies organizadas por Mama Cass Elliot, de The Mamas and The Papas, y Peter Tork, de The Monkees. Reclutaron a Graham Nash, que había demostrado una gran valía con los británicos The Hollies, pero no querían probar las mieles concupiscentes y políticas del sentimiento hippie. Les dejó por fundar Crosby, Stills & Nash (CS&N) en 1969.
Las guitarras trenzadas de Crosby, más su voz fina, brillaron más que nunca con el debut del grupo. Era música suave, cálida y distinta, perfecta como mágico narcótico para la Norteamérica desgastada por la guerra de Vietnam y que entraba en una enorme recesión económica. Música que pondría de moda la impronta del cantautor en los setenta. CS&N representaban tres modelos distintos, con carácter y distinción. Tres modelos que permitieron la entrada de un cuarto: Neil Young. Demasiados gallos en el corral.
Su entrada hizo que todo fuera más peligroso e impredecible. Young pronto mostró su obsesión por imponer sus ideas. Como dijo Nash: “Cuando grabamos el primer disco de CS&N nos queríamos todos muchísimo y todos adorábamos la música de los otros. Para cuando llegó Deja Vú, todo eso se había ido a la mierda”. Deja Vú, el siguiente álbum que sacaron como Crosby, Stills, Nash & Young, era realmente bueno, aunque sonaba más pomposo y le faltaba esa simbiosis única. Crosby, cada día más insoportable en su rapsodia de cabecilla intelectual e inseguro por el nuevo talento incuestionable de Young, acabó por desesperar a todos. Los egos terminaron por explotar y todos tiraron por su cuenta, aunque años después se reunirían sin Young y consiguiendo mantener a flote con buenas canciones el significado del grupo.
El olfato de Crosby, que anduvo peleando con las drogas media vida, fallaba poco. Impulsó la carrera de Joni Mitchell, con quien tuvo un romance tan efímero como tormentoso. Produjo su primer disco, la introdujo en las hootenannies y siempre defendió su valía en un territorio tan competitivo. También en solitario mostró sonoridades distintas, donde predominaban los arpegios, como en el melancólico If I Could Only Remember My Name. Y conviene citar su colaboración con Graham Nash, que, siempre haciéndose a un lado y dispuesto a sacrificarse en beneficio de los demás, era el que más soportaba a Crosby. Ambos grabaron en 1972 un disco interesantísimo, poco recordado entre tanta obra clásica de la época, como Graham Nash & David Crosby.
Ni era el mejor ni el más llevadero ni un verdadero hippie, pero David Crosby estuvo en mitad de todo ese resplandor californiano para, desde las montañas de Laurel Canyon que miran a Hollywood, darse cuenta de que un grupo de melenudos podía convertirse en el hype de su país. Hoy, otro mito más para una nación que siempre los fabricó con el fin de crear su historia en vivo y en directo.
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