¿Protegerse de qué?
En ocasiones, una quiere llegar a ver con claridad dónde está la línea para contar y contarse sin dejar al yo expuesto
Un artista no puede permitirse la censura, afirma Francis Bacon, y yo me pregunto si poner distancia con la intimidad es censurarse. En alguna ocasión me he sentido más abrumada por la narración de la intimidad de Joan Didion que por la de Annie Ernaux, y eso que a la primera se le suele aplaudir por saber tomar distancia y narrarse desde fuera, por saber protegerse. A la segunda, por meterse en lo suyo sin hacer concesiones y contarse sin metáforas, desde muy adentro. Yo voy sin parar de la una a la otra y me emborracho de ambas, me gusta que me agarren de los hombros y me zarandeen, que me agarren la cabeza y la dirijan hacia un punto que no sabía que existía, que la aprieten contra su pecho con sus manos huesudas y escuchar su corazón.
En ocasiones, una quiere llegar a ver con claridad dónde está la línea para contar y contarse sin dejar al yo expuesto, colgando de un hilo como una fina sábana secándose al sol. Otras veces, considera que querer alejarse de lo que le excita o duele al yo es ponerle otra barrera al proceso artístico, como si no fuera suficiente tener que lidiar con las barreras económicas o técnicas. Contemplo la sábana recién lavada expuesta a ojos del mundo. De un primer vistazo parece un trozo de tela inmaculado, una sábana nueva, una que se lava a mano con cuidado y no contiene restos de las manchas que el cuerpo derrama. Sudor, saliva seca, sangre menstrual. Proyecto al yo en una sábana que reluce como la pintura más luminosa del pintor más cuidadoso que pueda existir. Pero me acerco y dejo de ver el rectángulo blanco que construye la sábana sobre el pasto verde para contemplar aquello que el mandato social nos exige esconder. La pintura inofensiva y luminosa se convierte de golpe en una superficie almagra, en pintura grasienta, en carne viva con mácula. En un espejo que cuesta enfrentar porque sostener la mirada con el interior de una misma puede ser doloroso.
Según Franck Maubert, Bacon se empeñaba en dejar a la vista sus demonios familiares. Yo pienso que quería encontrarse en lo que hacía. Su objetivo era entenderse. Pintaba para sí mismo. Uno ha de poder perderse el respeto, y lo que el resto del mundo pueda pensar le ha de importar bien poco. “No pensaba ganarme la vida con la pintura, sólo quería explicarme a mí mismo”, le dice Bacon a Maubert en el fabuloso El olor a sangre humana no se me quita de los ojos.
Durante un tiempo frecuenté a un escritor diecisiete años mayor que yo al que le aplaudían que, a su edad, siguiera siendo capaz de retratar la frescura de las historias de juventud. En una ocasión le pregunté si no había otros temas que lo removieran más, me parecía que su obra era artificiosa y estaba hecha con la intención evidente de gustar, la persona que se sentaba a la mesa y servía el vino parecía no ser la misma que respondía entrevistas en la televisión. Conocía sus fantasmas y quise saber cuándo escribiría un texto que fuera tan verdad como las bocas que se empeñaba en pintar Bacon. Me respondió que no lo haría hasta que falleciera su madre.
La madre, la amiga o la abuela de quien pinta corren el peligro de acabar en la tela recién imprimada. Hay personas que temen aparecer en la obra de sus parejas, que pretenden que las pinturas no salgan del estudio y ocupen el resto de la casa. “La creación es como el amor, no puedes hacer nada contra ella”, repite un Bacon que cuelga en su cocina sus propias pinturas para vivir con ellas e impregnarse de ellas, “¿qué otra cosa puedo poner?”, se preguntaba. Pedir algo así a una pintora es sugerirle que mientras no esté en la habitación que hace las veces de taller, aguante la respiración, que entre en la ducha, friegue los platos y haga el amor sin respirar. A algunas pintoras nos gusta lavar las sábanas y comprobar que ciertas manchas no desaparecen. Somos también esas manchas, sobre todo cuando pintamos. Sangramos y sudamos. Estamos vivas.
Babelia
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