‘Coopél.I.A.’: ¿Pueden ser los autómatas objetos de deseo?
Los Ballets de Montecarlo traen a Madrid la conseguida versión actual del clásico francés sobre los muñecos mecánicos
¿Por qué es este clásico renovado uno de los mejores productos salidos de la factoría Maillot en la sede de Montecarlo? Tiene su explicación y sus razones concretas. En su Coppélia Maillot se ha liberado de cualquier compromiso con la obra tradicional más allá de los mimbres básicos del canasto, y por otro, lo sitúa hábilmente en un arco temporal que fluye y se sostiene. Quizás con otros títulos (Bella, Lago, Cascanueces: la trilogía Chaicovski) hay un tendido umbilical de otro tipo y raigambre.
Mágico a la vez que sinfónico, y sobre todo, más hoffmanniano que el libreto de 1870 debido a Nuitter y Saint-Léon, que no eran precisamente dos debutantes. El relato de Hoffmann El hombre de arena (que motivó a Freud un jugoso ensayo) ya antes de este ballet, y después, inspiró varias piezas de teatro musical en ópera, ballet y vodevil, este último un género en auge en la Francia de entonces. Jean-Christophe Maillot creó su coreografía el 27 de diciembre de 2019, en Grimaldi Forum Monaco.
Ficha
“Coopél.I.A.”: Coreografía: Jean-Christophe Maillot; música y arreglos de Bertrand Maillot sobre la partitura original de Léo Delibes; escenografía y vestuario: Aimée Moreni; luces: Samuel Thery; dramaturgia: J. C. Maillot y Geoffroy Staquet. Los Ballets de Montecarlo. Teatros del Canal, Madrid. Hasta el 8 de diciembre.
Parte de la fórmula de éxito también está en que Maillot no renuncia a la fantasía, mantiene el ambiente en lo fantástico y lo proyecta hacia la anticipación científica. Este año la Fundación RAE ha escogido como su palabra precisamente “inteligencia artificial” y este es el motivo central del imaginario y la mecánica que pone en marcha el coreógrafo. Fue Balanchine quien dijo: “Así como Giselle es la gran tragedia del ballet, Coppélia es su gran comedia”. Maillot nunca ha tocado Giselle, sin embargo, sí se atrevió con el tono de commedie que sí alienta en esta historia cuya parábola es más cruel y descarnada de lo que puede creerse a primera lectura: es una historia fallida de credulidad, enamoramiento y dominio de los íncubos propios y ajenos. Si Hoffmann no tenía piedad con sus invenciones ni con los destinatarios de su literatura, este ballet tampoco; el final feliz, el galop trepidante, el tempo saltado de un vals sobre la marcha ineluctable del reloj de la vida y el castigo a la avaricia sentimental son solamente las concesiones a una convención temporal: lo que bien acaba, bien recordado será.
La plantilla de bailarines se muestra pletórica en lo técnico y en la energía, en la actuación y en los matices estilísticos; destaco a Simone Tribuna, una revelación de buen baile y buen gusto escénico y uno de los mejores elementos masculinos del conjunto: su Franz es una delicia; y a la japonesa Mimoza Koike en el papel de la Madre, siempre enérgica y virtuosa; Matej Urban en un histriónico y conseguido Doctor y tanto Lou Beyne como la muñeca mecánica y Anna Blackwell como Swanilda, ambas solventes. Desde los dos primeros valses de la partitura de Delibes, muy profundamente manipulados por el nuevo músico, el espectador percibe enseguida por dónde van los tiros. La estética sideral, cierto tono de pulimentado y frío tenebrismo, además de un toque retro que hace pensar en el art-decó más refinado, envuelven la historia que se hace comprensible; siempre es mejor si vamos al teatro con el guion aprendido. No es Coppélia un ballet infantil ni exactamente para niños; esa falta secular ha perjudicado mucho al título para que sea tomado en serio.
La primera escena que abre el segundo acto en el taller casi nigromántico del Dr. Coppelius (el maléfico e inquietante inventor de los autómatas) regala una atmósfera teatral perfecta y capaz de envolver al público, de seducirlo. Precisamente a raíz de sacar un nuevo libro, en este diario hoy se menciona a Élisabeth Roudinesco, que ya en su día, profundiza en el baile de nombres entre las dos obras base. Hoffmann-Saint-Léon/Nuitter, por ejemplo: Frantz (es en Hoffmann Nathanaël; Swanilda es Clara; la muñeca, Coppélia, está mitad-viva y mitad-muerta, el Doctor Coppelius reemplaza en el ballet al Spalanzani del cuento (”padre original” de la muñeca). El gran hallazgo: la ideación del nombre de la muñeca (Coppélia), que es desinencia directa y dobla sonora y silabea de su “creador-padre”: Coppelius/Coppola, que es la nominación del óptico en el relato.
Roudinesco concluye que, obviamente, Frantz se casa con la muchacha de carne y hueso, la bailarina, pero que, de manera inquietante, es el vivo retrato de la muñeca ¿o viceversa? (acaso pensando el aquella que impasible leía en un inaccesible balcón o bay window, según versiones). Franz amó primero (o contemporáneamente) a una muñeca. ¡Y eso es tan actual! ¿Qué nos cuenta Ateneo? Ya en tiempos de Alejandro Magno había autómatas que eran juguetes sexuales; de ahí a la muñeca inflable, un paso y solo cuatro siglos. Fascinante, como lo es este ballet en sí y como resulta la producción de Montecarlo.
Los clásicos del repertorio del ballet necesitan dos vidas alternas y paralelas para sobrevivir; es una combinación difícil de concebir y sostener. Por un lado, la zona filológica y academicista; por otra la más actual, arriesgada, experimental. Es precisamente en este punto donde la comparación con la inmutabilidad del repertorio musical pierde fuelle y exactitud.
Maillot ha dicho: “La idea de crear un ballet en torno a Coppélia surgió en 2016, pero mis pensamientos se dirigieron a la Chica de los ojos de esmalte mucho antes... De hecho, estos pensamientos eran bastante ambivalentes desde entonces, aunque realmente me fascinaba la historia de un joven que se enamora de una muñeca mecánica, me desanimó un poco el romanticismo del ballet original”. Y su razonamiento se extiende al terreno científico y contemporáneo: “La inteligencia artificial se ha entrometido tan efectivamente en nuestra vida diaria que muchas cosas han perdido santidad. Se han vuelto, si no prescindibles, al menos reemplazables sin poner en peligro la supervivencia del mundo”.
Y el coreógrafo francés concluye: “¿Quién sabe cuánto tiempo pasará antes de que los bailarines aumentados ingresen a los estudios para realizar coreografías generadas por algoritmos capaces de reproducir la inspiración? Tengo la convicción de que este momento aún está muy lejos. Incluso si llegara a suceder, el arte de la coreografía siempre requerirá un alma, de carne y sudor para personificar las emociones de manera convincente”. Esta pregunta ya se la hizo a sí mismo Merce Cunningham varias veces y lo puso en práctica en Biped y otras obras de su tramo final, pleno de abstracciones y sombras junto a presagios nada promisorios.
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